domingo, 15 de julio de 2012

TE AMARÉ POR SIEMPRE


TE AMARÉ POR SIEMPRE












Los padres de Vanessa volvieron al mediodía. Se habían retrasado porque estaban comprando el regalo para la cumpleañera. También llegaron tarde por haber ido a buscar la torta de tres pisos que había hecho su comadre Edith Peña, quien era la madrina de la festejada. La fiesta grande de la que siempre hablaban era la que harían cuando Vanessa cumpliera los quince años; no obstante, nunca habían dejado de celebrarle ningún onomástico. Además de los invitados de la agasajada, también asistirían los familiares que vivían en la ciudad y algunos amigos íntimos de la familia.

La casa tenía dos entradas laterales convertidas en garajes techados; en el patio trasero había un amplio corredor donde organizaban cualquier celebración que hiciera la familia; en la pared colindante del patio estaba el horno de ladrillos para el asado de las carnes.

La familia tenía once años viviendo en esa casa. Antes vivían en un apartamento; pero el padre de Vanessa había obtenido una excelente cosecha de ajos en una finca que le quedó como herencia a la muerte de su padre; el dinero le alcanzó para comprar esa casa y para hacerle unas mejoras a su gusto.

La casa estaba ubicada en una exclusiva urbanización de la ciudad. Todas las casas del sector eran de dos pisos y tenían techos de machihembrado y tejas; la sala, cocina, comedor y servicios quedaban en la planta baja; en el piso superior estaban los dormitorios. Vanessa había vivido casi toda su vida allí, por lo que se sentía muy a gusto que le celebraran el cumpleaños en su casa.

Durante el almuerzo, la familia estuvo muy animada conversando sobre lo que harían para homenajear a Vanessa en su día. El menú sería el tradicional asado a las brasas, el cual incluiría costillitas de cerdo, bistec de res, pollo, morcilla y chorizo cervecero, lo acompañarían con yuca y ensalada; para los chicos habría salchichas con pan. Los pasapalos los comprarían hechos en la panadería, además, ya habían comprado varias bolsas de golosinas. Vanessa se había opuesto con anticipación a que hubiese confetis, bombas ni piñata en su cumpleaños, pues, según su criterio, esas eran cosas para niños.

 Vanessa era consciente de que se había producido un punto de quiebre en la relación con su tía, la mejor evidencia era que Elisa evitaba mirarla a la cara. Ella conocía el motivo, pero no sabía cómo afrontarlo. Haberle ocultado que tenía novio, y principalmente, que estaba enamorada de André, no había sido una buena decisión; la cuestión estribaba en que ella nunca estuvo segura de que lo aprobara, por eso prefirió mantenerlo en secreto; aunque lo que más temía era que su mamá se enterara, seguramente ella armaría el gran alboroto y no dudaría en prohibírselo; su papá no le preocupaba mucho, él era más comprensivo, especialmente con ella, que era su niña linda y nunca le negaba nada. Pero Elisa no estaba sentida porque su sobrina tuviese novio, sino porque no le tuvo confianza para decírselo.

Después del almuerzo, Vanessa le pidió a su tía que la acompañara a un centro comercial para comprar algunas bisuterías de moda que pensaba usar con el vestido que se había comprado para la ocasión. La intención real era para que estuviesen a solas en algún lugar donde pudieran hablar con total libertad.

Vanessa aprovechó la oportunidad para poner en las manos de su tía su corazón al rojo amor. Le contó todo, habló sin reservas; habló incluso de intimidades que estremecían su cuerpo, pero que no sabía cómo explicarlo.

Elisa escuchó en silencio la confesión de su sobrina; que Vanessa se hubiese desahogado con ella, la reconfortaba; sin embargo, le preocupó el hecho de que su sobrina se estuviese sumergiendo en el tremedal de una pasión sin fondo, sobre todo a una edad tan temprana.

―¿Él irá a tu fiesta? ―preguntó Elisa cuando estaban eligiendo unos zarcillos.

―Solo que se muera le perdono que no vaya —respondió Vanessa con picardía.

 ―¿Y si tu madre se entera? El enamoramiento se les ve a leguas.

―En ese caso, tú me ayudas.

―¿Qué quieres, que me la eche encima? Ya sabes que nunca he sido santo de su devoción. Lo primero que va a decir es que soy una alcahueta.

Vanessa estuvo pensativa por un momento. Luego miró a su tía con una decisión indefectible en sus ojos.

―Tarde o temprano lo tendrá que admitir ―dijo con resolución.

Su madre todo el tiempo le había criticado su carácter resuelto, pero ella siempre se había salido con la suya; cuando las cosas se complicaban, a última hora ella siempre recurría a la ayuda de su papá; solo que ahora él quizás no terciara a su favor debido al motivo tan comprometedor. Pero en fin, ellos también fueron adolescentes y tendrían que entender. Supuso.

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A las seis de la tarde, Vanessa ya estaba frustrada y con el corazón en ascuas. Por sugerencia suya habían preparado una mesa grande en uno de los garajes para que ella pudiese estar a gusto con sus amigos. Aunque la verdad era que ella había pedido que fuera allí para estar pendiente de la entrada principal, así podría recibir a André cuando llegara y, con suerte, sus padres ni se darían cuenta de que ella estaba con su novio. Sin embargo, a esas horas de la tarde, él no había llegado todavía.

Durante toda la tarde estuvo departiendo con sus mejores amigas y amigos, también compartía por momentos con los familiares y con los amigos de sus padres, además, debía recibir los obsequios cada vez que llegaba algún invitado. No obstante, la persona más importante para ella en este momento, no llegaba. Lo imperdonable era que él ni siquiera la había llamado.

A las siete de la noche, Vanessa estaba al borde del llanto, ya daba por sentado que André no asistiría a su fiesta de cumpleaños y ese desplante era el más amargo suplicio para su corazón enamorado.

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Sin embargo, a esa misma hora, Giorgio André Verdi Dini libraba una batalla a muerte por su vida. Cerca del mediodía, cuando André se retiró de la casa de Vanessa sin esperar la llegada de los padres de ella fue porque se sentía mareado. Almorzó poco debido a la repugnancia que sintió por la comida. Le dijo a su madre que esa tarde no la acompañaría al club porque estaba invitado al cumpleaños de una chica del colegio, obvió decirle que se trataba de su novia para no tener que entrar en más detalles; pero si le pidió dinero para comprarle el regalo a la cumpleañera.

André se había quitado la camisa al llegar a su casa para que nadie viera que la tenía manchada de sangre. Entró por el garaje y fue directo al lavadero, allí dejó la camisa en el cesto de la ropa sucia. Cuando no hubiese nadie a la vista pensaba ir a buscarla para tirarla al pote de la basura, así no tendría que dar explicaciones sobre el origen de la sangre. Para evitar que le preguntaran por la venda que tenía en el dedo, se la quitó y se puso un adhesivo de color piel que era casi invisible. De momento parecía que la sangre había dejado de manar.

Después del almuerzo, André se dirigió a su habitación con la intención de acostarse un rato. Aún se sentía mareado. Su madre se asomó a la habitación para avisarle que ya se iban para el club; también le advirtió que dejara la casa bien cerrada cuando saliera. Un momento después el mareo se fue transformando en somnolencia. Ahora el dedo pinchado comenzó a palpitarle; supuso que era porque se había colocado el adhesivo demasiado apretado, entonces se lo quitó. La gota de sangre volvió a salir; pero él tenía mucho sueño como para levantarse a ponerse una cura, por lo que apretó el dedo medio contra el dedo pulgar para evitar que la sangre saliera y dejó la mano reposando sobre el vientre. Así se durmió.

El sueño de André se fue transformando poco a poco en una pesadilla interminable. Soñó que caía al vacío, el vacío era infinito. Caía, caía y caía en la vacuidad del vacío mismo. Quería despertar, pero no podía. Dentro del mismo sueño a veces soñaba que despertaba, entonces el André despierto veía al André que luchaba por despertar. Luego una fuerza irresistible lo arrastraba de nuevo al sueño inevitable y otra vez la vorágine del sueño lo sumía en ese torbellino imparable que lo arrojaba irremediablemente al vacío. Era imperioso que despertara, tenía que ir a comprar el regalo para Vanessa; ella lo esperaba en su fiesta de cumpleaños y él no podía fallarle.

De pronto se vio chapoteando en un charco de lodo, estaba acostado de espaldas y el fango amenazaba con cubrirlo por completo; era como estar tirado sobre arenas movedizas que amenazaban con tragárselo, lo extraño era que él estaba acostado bocarriba y no comprendía por qué no podía levantarse, o por lo menos sentarse, nada más eso habría bastado para conjurar el peligro; pero no tenía fuerzas ni para moverse. Perecería irremediablemente. Un olor a herrumbre saturaba su nariz, el olor parecía provenir del lodo que amenazaba con sepultarlo vivo.

La madre de André dio un grito horrendo cuando vio a su hijo bañado de sangre en su cama. Al llegar a la casa lo llamó para saber de él; pero se sorprendió al comprobar que el celular de su hijo sonaba en su propia habitación, por eso se asomó para verificar si había olvidado el móvil; mayor no pudo ser su sorpresa al encontrarlo en ese estado.

Lo primero que pensó fue que estaba muerto; enseguida supuso que unos ladrones habían entrado a su casa a robar y que por alguna circunstancia desconocida lo habían asesinado; aunque de una vez le pareció que eso era imposible, pues en la casa todo estaba normal cuando llegaron; sin embargo, como era de una mano de donde parecía provenir la sangre, dado el pozo que se había formado en el piso, luego pensó que su hijo se había suicidado.

Ella corrió a revisarlo para saber dónde tenía la herida; primero le limpió la muñeca para ver si se había cortado las venas, luego le desabotonó la camisa y lo limpió con alcohol; pero nada, no lograba descubrir la herida.

Al auscultarlo con el oído comprobó que el corazón aún latía. Como no podía darse el lujo de esperar por una ambulancia, de inmediato lo subió a la camioneta con la ayuda de su hija y se lo llevaron para la clínica.

En la clínica desvistieron a André y lo limpiaron en profundidad; el médico y las enfermeras estaban extrañados porque no lograban descubrir el origen del sangrado. No tenía ninguna herida visible, tampoco las fosas nasales, oídos ni la boca presentaban evidencia de hemorragia alguna. Por lo que todo era muy raro; sin embargo, era innegable que el chico se había desangrado de alguna manera.

La enfermera ya iba a colocarle la vía intravenosa al paciente cuando el médico descubrió una gota de sangre en la sábana. Al hacerle un examen más minucioso descubrió que era por un orificio casi invisible en el dedo medio por donde se había desangrado. Ese hallazgo le reveló al médico que el chico tenía una severa dificultad de coagulación sanguínea. Ahora tenían otro inconveniente, ya que cualquier incisión que se le hiciese al paciente sería un riesgo grave. No obstante, era urgente la medicación y la transfusión.

Una vez que André fue estabilizado clínicamente, entonces el médico le reveló a la madre que el origen del problema de su hijo era la hemofilia. También le dijo que no se preocupara, puesto que ya le habían suministrado los medicamentos necesarios para el caso; por otro lado, como el chico había padecido de hemorragia, también lo iban a transfundir. Esa era una noticia muy desalentadora, porque el riesgo para los varones era grave.

―Pero si en mi familia nadie tiene esa enfermedad ―dijo Agustina.

―Bueno, primero habrá que hacer un estudio para descartar si usted es portadora, eso por una parte; y, por otro lado ―explicó el médico―, también se tendrá que descartar si fue debido a una mutación espontánea.

La madre y la hermana de André estaban muy angustiadas y querían verlo para sentirse más tranquilas. Desde que lo descubrieron empapado en su propia sangre no habían dejado de llorar a moco suelto. Giorgio André era el menor de la familia, como nació siete años después de haber nacido Laura, por eso se convirtió de inmediato en el consentido de todos.

―Doctor, ¿será que lo podemos ver? ―preguntó Laura.

―¡Por supuesto! ―respondió el médico―; solo esperen un poco, la enfermera ya no tarda en terminar de acondicionar la habitación donde va a estar el chico.

Verlo tan pálido e inmóvil, respirando a través de una mascarilla de oxígeno y con la bolsa de sangre colgada al lado de la cama fue algo muy traumático para ellas; por lo que no pudieron evitarlo y prorrumpieron en un llanto incontenible. La enfermera les aconsejó que por el momento no lo perturbaran.

Después de más una hora y luego de haberlo discutido en voz baja para no alterar el reposo de André, decidieron que ya era hora de avisarle al padre, quien de momento se encontraba gestionando unos negocios en Paraguay.

Laura le comunicó a su padre la situación de emergencia que se había vivido en su casa. También le informó que Giorgio André se estaba recuperando y que el médico les había dicho que de momento estaba fuera de peligro. Su padre le prometió que a la brevedad posible retornaría a casa.

 Los padres de André eran inmigrantes argentinos, y sus respectivas familias, a su vez, también fueron inmigrantes italianos que llegaron a Argentina. Ellos habían salido de su país en busca de mejores horizontes, ya que la situación política y económica en esa época en Argentina era agobiante.

Aquí habían logrado establecerse y fomentar una buena situación económica. Los dos eran ingenieros civiles, eso les permitió trabajar para una constructora que hacía obras públicas; después de un par de años crearon su propia empresa constructora y consiguieron unos importantes contratos de obras públicas, lo que en poco tiempo les produjo una buena fortuna.

Agustina, a sus cincuenta años, aún seguía pareciendo una fina muñeca de porcelana; su figura delgada, la piel muy blanca, el cutis rosado y todavía terso, los ojos azules y el cabello rubio eran propios de una fémina hermosa y juvenil; pero su aparente fragilidad contrastaba con su carácter férreo. En tanto que su esposo parecía muy tosco por su corpulencia montaraz, el cabello negro e hirsuto, los montículos agrestes de las cejas que le daban profundidad a los ojos negros, y la piel trigueña. El hijo mayor era idéntico al padre. Laura y Antonella se parecían mucho al padre, pero eran de tez blanca.

Giorgio André era el más parecido a la madre. La piel blanca, los ojos azules, el cabello castaño claro y ensortijado, la nariz perfilada y los labios carnosos y sonrosados hacían que, cuando era un niño, pareciera la imagen viva de los angelitos de las catedrales italianas. Con ese mismo físico angélico llegó a la adolescencia. Ese aspecto apolíneo era motivo de orgullo de la madre; pero al padre le parecía una cualidad afectada de la masculinidad.

En lo primero que pensó André cuando recobró totalmente el sentido fue en Vanessa. Su madre le tenía la mano derecha estrechada entre las suyas, en la mano izquierda tenía el catéter intravenoso; ella estaba reclinada en la cama y a cada momento le elevaba la mano y se la besaba tiernamente. Luego vio a Laura sentada en un mueble escribiendo en el celular. Sentía una resequedad horrible en la garganta, la sed era espantosa. Elevó la vista y se concentró por un momento en el goteo de la sangre, ya estaba por terminarse la bolsa. Ver sangre siempre le ocasionaba un helamiento en las entrañas, después sintió nauseas; cada vez que veía sangre le ocurría lo mismo.

―Tengo mucha sed ―dijo André.

Laura salió en busca de la enfermera para informarse si podían darle agua u otra bebida cualquiera a su hermano.

******

La fiesta de cumpleaños de Vanessa terminó a las nueve de la noche. A partir de las siete cuando comprendió que su novio ya no iría a su fiesta, ella perdió el entusiasmo por completo. En adelante lo único que quería era que todo terminara lo antes posible; entonces empezó a hacerle desplantes a todos, incluso a sus compañeros de colegio. La apatía y el malhumor que mostraba Vanessa estuvieron a punto de sacar de quicio a su madre. A las ocho y media de la noche les exigió a sus padres que partieran la torta; ella empezaba a sentir un terrible dolor de cabeza y quería irse a dormir, mintió.

Su madre no se comió el cuento y la recriminó acremente por lo que consideró como una grosería de su parte. Para que las visitas que aún seguían en casa no se enteraran de nada, se encerró con ella en la habitación cuando la estaba riñendo por su actitud. Vanessa soportó el chaparrón de reprimendas en silencio. Estaba al borde del llanto; pero no por la increpación que le hacía su madre, algo a lo que ella en realidad no le prestaba mucha atención, sino porque André la había plantado. ¡Cómo era posible que en un día tan importante en sus vidas, él no la hubiese acompañado! Cuando su madre la dejó a solas se le aguaron los ojos; ¡cuánto mejor no hubiera sido que entre ellas existiera la confianza necesaria como para contarle lo que en realidad le pasaba!, suspiró.

Vanessa quería llorar por el desplante de André; pero el orgullo y la ira interior se lo impedían. Elisa conocía el verdadero motivo de la frustración de su sobrina. Esperó pacientemente que Carmen Aida saliera de la habitación de Vanessa para ella subir. Estaba en la sala simulando que recogía unos vasos que habían dejado los invitados cuando su hermana le lanzó una sátira mientras bajaba por las escaleras:

―Ve y le consientes las groserías, que es lo que siempre haces —dijo.

―Por lo menos debiste preguntarle si le pasaba algo ―respondió Elisa.

―¿Acaso hay algo que deba saber? ―inquirió la madre de Vanessa.

―Eso mismo es lo que voy a averiguar ―mintió Elisa.

Vanessa ya se había puesto la ropa de dormir, estaba atravesada en la cama y con la mirada ausente. Elisa entró, cerró la puerta y pasó el cerrojo; quería tener la mayor privacidad posible mientras hablara con su sobrina. Sin decir palabra alguna se dedicó a recoger las cosas que Vanessa dejaba siempre en cualquier lugar. Luego ordenó los artículos de tocador que le daban un aspecto de desorden a la peinadora. «Tal vez le pasó algo», comentó de repente Elisa.

―¡Ju! ―bufó Vanessa. Luego miró a su tía por un momento, después torció la boca en señal de incredulidad.

―Nunca juzgues por anticipado ―volvió a terciar Elisa en favor de André.

Al otro lado de la ciudad, André se sentía muy débil y soñoliento. Como temía dormirse de un momento a otro, le pidió a su hermana que le hiciera el favor de llamar a Vanessa. «¿Es tu novia?», preguntó Laura. André asintió con la cabeza.

El celular de Vanessa empezó a sonar. Las dos se quedaron viendo el móvil mientras sonaba un reggaetón de moda. Vanessa deseaba de corazón que fuera André para aguijonearlo con todo el veneno de su frustración; aunque la eventualidad de que fuera él, le disipó casi de inmediato la inquina acumulada durante toda la tarde, entonces comprendió que con solo escuchar su voz sería suficiente para que la felicidad retornara a su corazón. Sin embargo, una fuerte dosis de orgullo la hacía titubear aun cuando su corazón la apremiaba a que respondiera de una vez; pero era bueno que él sufriera con la espera, así también se desquitaba por lo menos un poco por el horrible suplicio que vivió durante toda la tarde.

―¿No piensas contestar? ―le preguntó Elisa.

Vanessa agarró el teléfono y sin mirarlo siquiera se lo pasó a su tía. «Dile que ya hace rato que me dormí», dijo con la voz quebrada y los ojos nadando en lágrimas; luego se acostó con la almohada sobre la cara.

―Es de parte de una chica que pregunta por ti y que dice ser la hermana de un tal Giorgio ―le comunicó Elisa.

―¡Sí, diga! ―respondió Vanessa intrigada.

La noticia no podía ser más aciaga para Vanessa. De inmediato prorrumpió en un llanto desesperado. Elisa quiso calmarla, pero ella estaba inconsolable. Entre sollozos le contó que André había estado al borde de la muerte debido a ese pinchazo que se hizo en el dedo cuando le llevó las rosas.

 ―¡Tía, quiero verlo, ayúdame, porfa; llévame adonde está, necesito verlo, quiero estar con él, tía!; vamos, ¿sí? ―rogaba Vanessa bañada en llanto.

El llanto compungido y los ruegos de Vanessa conmovieron de inmediato a Elisa. ¡Qué no hubiera dado ella por salir corriendo con su sobrina para llevarla a donde estaba su novio!; sin embargo, no podía complacerla de buenas a primeras, primero tenía que decírselo a sus padres y esperar por su consentimiento; pero ella conocía muy bien a su hermana.

―No creo que tu madre te deje ir ―la previno Elisa.

―Pero es que yo necesito verlo para saber cómo está ―se justificó Vanessa sin dejar de llorar a moco suelto; luego suplicó de nuevo—: ¡Por favor, tía, haz lo que sea!

―Voy a hablar primero con tu papá para ver qué dice ―prometió Elisa.

Juan Carlos no era un hombre que tomara decisiones familiares sin el conocimiento o consentimiento de su esposa; hacer lo contrario era exponerse a las explosiones de ira de su mujer. «Vamos a ver qué dice Carmen», dijo después de escurrirse lo que le quedaba de whisky. Elisa le reprochó su falta de pantalones. «Eso es tiempo perdido», dijo con resignación. Para Carmen Aida no había pasado inadvertida la conversación entre su esposo y Elisa. «¿Cuál es el cuchicheo?», preguntó mientras le renovaba el trago a Juan Carlos. Elisa le explicó también a su hermana lo que le había pasado al chico; finalmente les pidió permiso para llevar a su sobrina para que viera a su compañerito del colegio, por razones obvias no dijo que eran novios.

—Va a ser solo cuestión de unos minutos —concluyó. Carmen Aida miró a Elisa con evidente incredulidad; su perspicacia le hizo suponer que detrás de ese interés se ocultaba algo y ella lo iba a averiguar de inmediato.

—Voy a hablar con Vanessa —dijo. Enseguida le entregó la copa a su esposo y se encaminó para la habitación de su hija.

Vanessa estaba hecha un mar de lágrimas. Su madre nada más al verla en ese estado de postración de una vez se llenó de furia.

―¡Cuándo carrizo te he visto derramar una sola lágrima por mí o por tu padre, o por alguien de tu familia! ―le reprochó―. Recuerdo que cuando estuve hospitalizada ni siquiera fuiste a visitarme ―continuó―, y ni te asomabas a mi habitación para ver si necesitaba algo, o al menos para saber cómo había amanecido, mucho menos que me brindaras la más mínima atención; en cambio ahora, ¡mírate!, llorando como una viuda, siendo que ese muchacho no es más que un desconocido; a no ser que sea algo más que un amiguito o un compañerito de colegio, tal como dice tu tía; pero ni te creas que a mí me vas a engañar, muchachita, porque cuando tú vas, yo vengo.

―Mami, yo nada más quiero verlo, déjame ir, ¡por favor! ―suplicó Vanessa entre sollozos.

―Y para qué si ya te llamó la hermana; tú no eres médico ni nada que se le parezca, así que no tienes nada que ir a hacer allá ―dijo su madre inflexible.

―¡Por favor, mami, te lo suplico! ―imploró Vanessa.

―Ya te dije que no tienes nada que ir a hacer allá ―repitió su madre tajante.

―¡Es que no me entiendes, necesito ir a verlo porque lo amo! ―gritó Vanessa desesperada al momento en que se ponía de rodillas frente a su madre para implorarle que la dejara ir. La respuesta que obtuvo fue una sonora bofetada que la sentó en el piso.

Elisa encontró a Vanessa tirada en el piso llorando enternecida. Tuvo dificultad para subirla a la cama, porque así abatida de amor como estaba era demasiado pesada para sus fuerzas. Le brindó todo el amor de madre, de amiga y de tía que ella necesitaba en ese momento.

Como último recurso para que parara de llorar, se le ocurrió llamar al mismo número desde el cual recibió la llamada Vanessa. Contestó la madre de André, le informó que su hijo ya estaba estable y que dormía; pero fue inflexible en ponerlo al teléfono.

Unos minutos después llamó la hermana de André, pidió hablar con Vanessa; era para informarle que Giorgio André lo primero que hizo al despertar fue preguntar por ella. También le dijo que de momento estaban restringidas las visitas; pero que no se preocupara porque su hermano ya estaba fuera de peligro; asimismo le dijo que si quería podía ir el lunes temprano, que como ella se iba a quedar esa noche en la clínica, cuando llegara de una vez se encargaría de pasarla para que lo viera.

Saber que André se recuperaba satisfactoriamente y, sobre todo, que había preguntado por ella, le produjo de inmediato una gran tranquilidad a Vanessa. Igualmente, la esperanza de que al día siguiente iría a verlo por la mañana, así como la promesa de Elisa de que se encargaría de llevarla antes de ir para el colegio, fueron motivos suficientes para que dejara de llorar y consiguiera conciliar el sueño al poco tiempo.

Vanessa soñó que caminaban tomados de las manos por un campo de flores amarillas. De pronto André desapareció de su vista y ella se quedó sola en la planicie inmensa. Ella giró varias veces en redondo; pero André no aparecía por ninguna parte. El sol se ocultó de improviso y las flores se marchitaron aceleradamente quedando nada más que tierra arrasada en todas direcciones. Entonces, ante sus ojos, comenzó a salir una cripta de las profundidades de la tierra. Ella se acercó para ver qué había ahí, mayor no pudo ser su sorpresa al ver que se trataba de la tumba de André. Él se veía idéntico, tal como lo conoció en vida, a excepción de la piel que tenía una tonalidad amarillenta. Vanessa se llevó las manos a la boca para no gritar de consternación; ¡cómo era posible, Dios, así que él había muerto! André abrió los ojos y le sonrió con una profunda melancolía desde el tétrico mundo de la muerte.

Vanessa despertó sudando a chorros. Miró la hora en el celular: las doce en punto. No tenía sueño aun cuando nada más había dormido un par de horas. Recordó el sueño como una fea experiencia. Para entretenerse mientras le daba sueño, se dispuso a abrir todos los regalos; primero los ordenó en la cama, los categorizó de acuerdo a la importancia sentimental. Los contó señalándolos con el dedo: veinte en total. No le había ido nada mal en su día. El de sus padres ya lo había abierto, se trataba de un mini procesador color rosa. Recordó que debía poner a cagar la batería durante doce horas, lo dejó para después.

El obsequio de su tía Elisa lo conocía de antemano porque se lo compró a pedido suyo, se trataba de un estuche grande de maquillaje. Si su madre se enteraba podría decirle simplemente que estaba entre los regalos de su cumpleaños; de todas formas ella pensaba tenerlo oculto en una de las gavetas, aunque, como ella estaba dispuesta a usarlo, se le iba a dificultar ocultárselo.

Una bolsa de papel de color beis y de aspecto antiguo tenía dentro un paquete rectangular. No recordaba quién se lo dio. Rompió el envoltorio para averiguar qué contenía. Había una piyama alba de seda de tres piezas. Ella siempre había usado monos de algodón para dormir. Tendió el juego de pijama sobre la cama para observarlo mejor. Entonces no pudo evitar la tentación de probárselo. Se desvistió de prisa; de pronto tuvo la sensación de que se preparaba para su primera noche de desposada. Las dos primeras piezas tenían un corte muy sexy, quien la compró supo acertar la talla perfecta para ella; finalmente se colocó la bata más larga y se la ajustó en la cintura; la bata era parecida a las levantadoras que usaba su madre los fines de semana. Cruzó los brazos y palpó la suavidad de la tela; en realidad era sumamente suave. La misma delicadeza de la seda le produjo escalofríos por todo el cuerpo; también sintió que se le erizaban los vellos. Se tuvo que pasar las manos por las piernas y por los brazos para aplacarse los vellos que tenía de punta.

Algunos años después, ese pijama de seda sería un ingrediente más en sus voluptuosos actos de seducción, y en otras circunstancias especiales. Definitivo, se volvió adicta a la seda natural, la primera vez la marcó para siempre.

Vanessa dio unos giros en la punta del pie, tal como había aprendido a hacerlo en las clases de ballet. Cuando hizo un paso clásico de El cascanueces quedó frente al espejo de la consola; estaba parada en un solo pie con los brazos estirados y la otra pierna a la altura de la cadera. Se observó por un instante en el espejo antes de hacer el siguiente giro. Extrañamente en la siguiente vuelta ya no era ella la bailarina del espejo; se trataba de una joven como de su misma edad, el paso de baile era el mismo que ella ejecutaba; sin embargo, la ropa que usaba la otra chica era propia de quién sabe qué siglo de antaño. Vanessa dejó la pose de baile para cerciorarse si el espejo no la estaba engañando; pero la joven del espejo hizo otras dos piruetas de ballet bien ejecutadas.

Instintivamente Vanessa giró para asegurarse si no había alguien más a sus espaldas y esa fuera la imagen que se reflejaba en el espejo. Estaba sola. Entonces, ¿quién era la chica del espejo? Al mirar de nuevo era ella otra vez. La insólita aparición no le produjo miedo, no obstante la dejó muy intrigada.

Al volver a la cama ya había perdido todo su interés por los obsequios. Buscó la bolsa más grande y guardó todo lo que cupo, lo demás lo puso sobre una de las mesas de noche. Una vez que la cama quedó vacía se dejó caer de espaldas. No dejaba de pensar en lo que le había sucedido, mejor dicho, en lo que había visto; porque no le cabía duda de que en el espejo hubo una persona que bailaba una inaudible pieza clásica de ballet.

No obstante la certeza que sentía Vanessa, tampoco podía prescindir de la racionalidad. ¿Acaso se trataba de un truco montado por alguien?, ¿había una cámara oculta en algún lugar?, reflexionaba. Así que lo mejor era cerciorarse.

Como las únicas luces que ella tenía encendidas eran las de las lámparas de noche, se levantó y encendió el fluorescente, ahora con la habitación totalmente iluminada era más fácil averiguar si existía alguna cámara oculta. Después de una rigurosa observación se convenció de que no había nada, por lo que admitió que sus sospechas eran infundadas. Sin embargo, eso le sirvió para convencerse sin la menor duda de que la imagen del espejo sí fue real.

El enigma seguía intrigando a Vanessa después de haberse acostado de nuevo. Otra de las cosas que le extrañaba era que no había sentido miedo; al contrario, se había sentido fascinada e identificada con la chica del espejo, fue como si hubiese estado en compañía de una de sus mejores amigas de la academia de ballet; incluso empezó a recordar a las chicas para establecer una comparación, sin embargo, la chica del espejo era muy singular y no se parecía a ninguna de las que conocía en la academia.

Inesperadamente su pensamiento voló hacia el recuerdo de todo lo sucedido el día anterior. La imagen de André entregándole las flores fue nítida. La remembranza fue tan vívida que aspiró en el recuerdo el aroma de las rosas. Enseguida volvió la cara hacia la peinadora donde permanecía el ramo de rosas rojas en un florero de cristal cortado que ella había sacado a hurtadillas de la alacena de su madre.

Ahora las rosas le produjeron cierta aversión, ya que de alguna forma fueron las culpables del infortunio de ese día. Por cuanto no tenía nada de sueño, decidió levantarse otra vez. Antes sacó el celular que estaba debajo de la almohada y vio la hora que marcaba el digital: 1:05 a.m. ¡Rayos!, ya hacía más de una hora que estaba despierta y seguía sin nada de sueño.

La habitación de Vanessa era una de las que tenía vista a la calle. De lo único que se quejaba ella era que no tuviese baño interno. La casa tenía dos cuartos con baño privado, uno lo ocupaban sus padres y el otro la abuela con la tía. Ahora que tenía trece años, ella esperaba que su madre le permitiera, al menos, cambiarle el color rosado a las paredes, ese color estuvo bien durante su niñez; pero ya era una señorita y quería pintarlo a su gusto; también esperaba que por fin su madre le permitiera poner los afiches de sus artistas preferidos en las paredes, y no detrás de la puerta como hasta ahora.

El mobiliario de su habitación lo conforman una cama individual, dos mesitas de noche, una consola con un espejo de cuerpo entera y un módulo pegado en la pared que le sirve de peinadora, escritorio y biblioteca. A un lado de la puerta de entrada tiene el clóset. En la pared que da a la calle queda la ventana enmarcada en madera y vidrios; el ventanal se divide en dos hojas que abren hacia adentro. A un lado de la ventana y a la derecha de la cama está el televisor montado sobre una base de hierro pegada en la pared. En cada una de las mesitas de noche hay una lámpara eléctrica.

Todo el mobiliario está pintado de rosado, la única excepción es la consola, que es de color ocre calcinado. Ella se había empeñado en que le compraran la consola en la feria hacía varios años atrás, lo hizo porque quería tener un espejo de cuerpo entero en su aposento; su padre se la compró contraviniendo a su madre, quien se había opuesto alegando que ese mueble contrastaba con la decoración de la habitación.

El vendedor les dijo que ese era un mueble fabricado con una madera muy resistente; tan resistente que había quedado indemne en una casa que fue devorada por las llamas, según le confió la persona que se lo llevó para su restauración; pero que una vez que lo lijaron comprobaron que la madera estaba intacta, además, que la coloración que había tomado la madera era muy bonita, por lo que nada más le pusieron una laca protectora. La otra cosa interesante fue que el espejo resistió el fuego sin quebrarse.

La consola cuenta con un mecanismo giratorio que le permite darle un giro completo al espejo; por la parte de atrás la madera es tan reluciente que espejea y reflejaba las imágenes con buena nitidez. El pie de la consola es una cruceta y cada punta termina en forma de pata de león, esa es la única parte tallada del mueble; sobre dicho pie se eleva una base oblonga de un metro setenta de alto y allí dentro de dicha base está enmarcado el espejo con su mecanismo giratorio.

Al padre de Vanessa le pareció interesante la historia del mueble; a ella le fascinó porque podía verse de cuerpo entero; pero a su madre le pareció una exageración el precio.

Vanessa no sabe qué hacer con la media noche que aún le queda por delante; la una de la madrugada es un día acabado de nacer, por lo que todavía falta mucho para que amanezca y así poder ir a ver a André. El sueño de la urbanización lo quiebra de pronto y de forma abrupta el ruido de una moto a escape libre que pasa como un cometa por la avenida principal. Unos minutos después, los vecinos que viven frente a su casa llegan con el radio reproductor del carro a todo volumen; ella se asoma a la venta para brujear, corre la cortina y mira a través del cristal; una vez que el carro entra al garaje apagan el sonido y todo vuelve a quedar en silencio; sin embargo, ella sigue mirando hacia la calle por unos minutos más.

Antes de volver a la cama, Vanessa va a mirarse de nuevo en el espejo de la consola. Con ambas manos se sube el cabello hacia arriba y se lo recoge en forma de cola de caballo, luego se saca unos mechones a cada lado de la cara, hace giros cortos para verse desde distintos ángulos, también suelta el cordón de la bata y deja al descubierto las prendas interiores; la Vanessa del espejo parece mucho más madura de lo que es en realidad, esa apariencia de prematura sensualidad se la proporciona el pijama de seda. Por un instante recuerda la imagen de la chica que vio en el espejo. En un arranque temerario de invocación desconocida apaga el fluorescente y una lámpara, también le baja la intensidad a la luz a la otra lámpara. El cuarto queda penumbroso. Entonces vuelve a bailar frente al espejo; hace los mismos pases de ballet para comprobar si el misterio de la aparición tuvo que ver con el baile. Pero por más que repite el baile no pasa nada.

Agotada por el esfuerzo decide acostarse, sin embargo, como también está sedienta, antes se va para la cocina a beber agua. A esas horas de la noche la casa está inmersa en un silencio absoluto. Al pasar por la habitación contigua a la suya oye el trueno de la tos seca de la abuela.

De regreso a su habitación, Vanessa coloca las dos almohadas una sobre la otra y se acuesta en el centro de la cama. Después estira la mano y apaga la única lámpara que permanecía encendida. En la oscuridad su oído se agudiza y puede percibir un clamoroso silencio. De pronto el espejo de la consola da un giro de carambola y queda de revés. A Vanessa le corre un escalofrío por todo el cuerpo; no obstante, también presiente que algo extraordinario está a punto de suceder.

Unos segundos después siente que la cama es elevada del piso por una fuerza desconocida; el escalofrío que esta vez recorre todo su cuerpo tiene un efecto glacial en sus entrañas. Pero no fue la cama la que se elevó del piso, sino que es ella la que está flotando sobre su cama; sin embargo, permanece estirada como si estuviese sobre la cama en la misma posición en la que se había acostado. El espejo vuelve a girar otra vez y ella se ve levitando sobre su cama; ahora su vestido es idéntico al de la chica que hacía poco vio danzando en el espejo.

Vanessa cierra los ojos y estira los brazos a los lados quedando en cruz; al mismo tiempo la habitación se satura de olor a rosas. Seguidamente, la misma insólita fuerza gravitacional que la mantiene elevada en el aire la deposita suavemente sobre la cama. Ella se levanta de inmediato y corre hasta la peinadora y toma entre sus manos el florero con las rosas rojas que le había llevado André; de improviso las flores comienzan a destilar unas gotitas rojas como sangre, ella se asusta mucho e instintivamente va a tirar el florero al piso; pero una voz interior la detiene y le ordena que vaya a donde está André.

De inmediato Vanessa se dirige a la ventana y la abre de par en par. Una neblina tenue ha descendido sobre la ciudad. La corriente de aire fresco que ingresa por la ventana eleva la cabellera de Vanessa; de nuevo, y sin que pueda hacer nada para evitarlo, levita y queda en posición transversal a la altura de la ventana. Luego, un impulso sobrenatural la desplaza hacia el exterior; al salir mira para abajo y comprueba que está flotando sobre el jardín de su casa.

La insólita fuerza prodigiosa la traslada en un parpadeo hasta la clínica donde André permanece hospitalizado. Fue como un viaje por el túnel del tiempo; ella apenas cerró los ojos cuando aún permanecía sobre el jardín de su casa y al abrirlos ya está de pie en la acera frente a la clínica.

Vanessa le sonríe al portero al pasar frente a la casilla de vigilancia. La enfermera de guardia que está en la emergencia no se percata de su presencia cuando va rumbo al piso de hospitalización donde está André.

En el vestíbulo hay algunas personas viendo televisión; pero ella parece investida de un poder de invisibilidad, porque ninguno de ellos parece percatarse de su presencia aun cuando pasa caminando frente a sus propias narices y lleva puesto un atuendo que no pasa inadvertido fácilmente para nadie, además de que también va descalza.

Consigue a André despierto y, al parecer, esperándola.

―¡Mi amor, ya llegaste! ―exclama André con el rostro iluminado por una amplia sonrisa. Vanessa le corresponde con la más bella de sus sonrisas; pero se queda sorprendida por la palidez de André; su rostro parece una imagen de cera natural, la blancura es extrema. De creer en la existencia de fantasmas, André sería el candidato ideal por la albura de su rostro.

―¡Te he extrañado tanto! ―dice André y se incorpora apoyándose en los codos.

Es en ese momento que él se fija bien en Vanessa y se queda estupefacto al verla vestida así; su sorpresa no es tanto por la ropa que lleva puesta, sino porque una mujer había entrado a su habitación hacía un rato vestida igual que ella, y había sido esa extraña quien le dijo que Vanessa llegaría pronto.

―Yo también te he extrañado mucho ―le dice Vanessa y cierra la puerta a sus espaldas.

―¿Y por qué vistes así? ―le pregunta André.

―En realidad no lo sé, pero es una historia muy rara ―responde ella.

Vanessa corre hasta la cama de André. Al abrazarlo y besarlo siente la frialdad de su cuerpo; la sensación que experimenta es la de estar abrazando a un muerto. «Te amo con todo mi corazón», murmura André. Vanessa se aprieta contra el cuerpo de André. «Yo también te amo», susurra ella mientras sigue cubriéndolo con su cuerpo. Ella quería demostrarle todo su amor; pero también deseaba proporcionarle algo de calor, porque supuso que el helamiento del cuerpo de él era por falta de calor.

―Mi amor, ¿sabes qué? ―susurra André con voz debilitada.

―¿Qué? ―indaga Vanessa.

―Hice algo para ti ―le confiesa él.

―¿Qué cosa? ―pregunta ella.

―Tienes que verlo con tus ojos. Está en la pared del fondo ―le indica.

Vanessa se incorpora para ver qué hay en la pared. Con tinta de su propia sangre, André había escrito todo lo que sentía por Vanessa. Había finalizado con dos corazones atravesados por una flecha. Ahora ella sabía por qué estaba tan helado y pálido; haber comprendido el motivo de la lividez de su novio le produjo una sensación de vacío en las entrañas y se le formó un nudo en la garganta.

―¿Por qué hiciste eso? ―dice Vanessa al borde del llanto.

―Porque te amo y te amaré por siempre ―se justificó él. Después de un suspiro entrecortado le ratificó su amor eterno—: ¡Te amaré por siempre!

Vanessa no pudo contener más el llanto. Gruesas lágrimas bañaron su angelical rostro, no comprendía por qué André había hecho tal cosa.

―Voy a buscar al médico ―dijo Vanessa muerta de miedo, en verdad temía que pudiese pasar lo peor.

―¡No, por favor! ―suplicó André con voz entrecortada. De inmediato quiso tranquilizarla—: No temas, no me va a pasar nada, estoy bien, ¡te lo juro!

―Pero es que perdiste mucha sangre ―dijo Vanessa angustiada y sollozando.

―Mi amor, ¡abrázame, por favor!, que tengo mucho frío ―le pidió él.

 Vanessa se abrazó con fuerza al débil y gélido cuerpo de André.

―Mi amor también corre por tus venas ―le susurró él al oído.

Vanessa se separó un poco de André al recordar que ella había bebido la sangre de él; pero no estaba segura si era una afirmación literal o si se refería al amor que se profesaban mutuamente.

André aprovecha la separación para dibujarle un corazón superpuesto en el lugar del corazón de ella; al instante el vestido absorbe como un papel secante la sangre de la pluma fuente de su dedo; luego, André le pinta los labios con el carmín de sus venas.

―¡Te amaré por siempre! ―volvió a decir él, pero su voz sonó apagada.

Vanessa le respondió con un tierno beso en los álgidos labios; al separarse, él le brindó su más dulce y angelical sonrisa. Sonrisa que quedaría gravada eternamente en el oscuro lienzo de la muerte. En ese cálido beso, Vanessa se había bebido el último aliento de André. Ella se quedó extasiada viendo por un instante su apolínea belleza varonil sin percatarse de que él la miraba sin la luz de la vida.

Vanessa sintió que se moría de dolor cuando comprendió que André la había dejado para siempre. Una opresión intensa en el pecho le impedía respirar; se llevó las manos a la boca y ahogó un sollozo que le salió de lo más profundo de su alma: «¡Dios, no, no, no puede ser! ¿Por qué? ¡Dios! ¿Por qué se tenía que morir?» De pronto sintió que le flaqueaban las piernas, pensó que se iba a desmayar; pero no, era que levitaba de nuevo. Por otro lado, algo absurdo le ocurría a su voz, porque ella quería llorar a todo pulmón y, sin embargo, parecía como si estuviese álala, ya que solamente podía emitir un murmullo apagado.

En el momento en que su dolor era más intenso y cuando más necesitaba permanecer al lado de su amado, de improviso escuchó la desconocida voz ordenándole que debía volver a su casa. Ella quiso permanecer aferrada a la cama donde André había muerto; pero la fuerza invisible era muy poderosa y sin que pudiese evitarlo fue arrancada de la cama y obligada a salir.

*****

Aunque en este momento Vanessa creyese que era víctima de la más absurda injusticia que persona alguna haya vivido jamás; sin embargo, eran necesarios tales sucesos para que una raza nunca extinta volviese a surgir una vez cumplida la primera parte de la regla sine qua non del canon del Primogénito de los No Nacidos, que era haber bebido del Vaso del Despertar en nombre de la inocencia del inmaculado amor.

jueves, 5 de julio de 2012

RESUMEN


RESUMEN









La más dulce e inocente historia de amor es el preludio que sirve de trasfondo para el cumplimiento de un milenario pacto que garantiza el resurgir de la primitiva raza vampírica.

Dos adolescentes, Vanessa y André, cristalizan el más tierno idilio al inicio de clases del nuevo año escolar; pero ese primer amor se ve truncado pocos días después, ya que un pacto milenario signa sus destinos a partir del momento en que ella prueba la sangre de él, requisito indispensable para que toda una vorágine de sucesos extraordinarios marque sus vidas. Todo comienza cuando André se pincha un dedo con una espina del ramo de rosas que le lleva a Vanessa el día de su cumpleaños; unas horas después, él muere desangrado; en adelante la vida de Vanessa se ve envuelta en los más insólitos sucesos.

Esta no es otra leyenda sobre vampiro, se trata de la historia de Caín, el primogénito de Adán y Eva; quien se convirtió en vampiro por obra y gracia de la sangre de Lilith, la primera mujer creada a imagen y semejanza de Dios. Ahora el pacto acordado entre Caín y Lilith ha llegado a su término; fueron trece mil años de espera, pero ya ha llegado el momento para el renacer de la primigenia raza de vampiros.

Portada

ROSAS ROJAS


ROSAS ROJAS












Su ancestral e ignoto gusto por la sangre lo vino a descubrir Vanessa el día que cumplía trece años; pero nada fue casual, sus remotos ancestros habían escrito que así sucedería. Sin embargo, por siempre le había de parecer un designio perverso de su hado que la revelación se hubiese dado por medio del amor.

Era domingo, 27 de octubre, día de su cumpleaños. Vanessa disfrutaba del mejor sueño matutino cuando su tía Elisa entró a la habitación para avisarle que un jovencito con un ramo de flores estaba parado frente a la entrada de la casa.

Al parecer, hoy todos estaban empeñados en estropearle el sueño dominical, su día predilecto para dormir hasta el mediodía, y con mayor razón si era el día de su cumple. Sus padres habían sido los primeros en visitarla, ellos entraron cantándole a capella el cumpleaños feliz; le siguieron las felicitaciones de su tía Elisa y la abuela Nurys. El último en ir a verla fue su hermanito, quien entró con más ánimos de fastidiar que de felicitarla. Y ahora de nuevo volvía su tía; pero el motivo por el cual la visitaba otra vez era muy importante para ella, razón por la cual se levantó de un salto y corrió hasta la ventana, y el tino certero de su corazón no la defraudó: era él. Dio saltos de júbilo y su rostro se iluminó con su angelical risa; después continuó dando muestras de alegría mientras se recogía el cabello y se arreglaba para salir a recibirlo. Su tía Elisa la miró sonreída, luego, con fingida sorpresa, le dijo: «¡Conque andamos de amores, eh!» Vanessa no respondió; pero le brillaron los ojos de un modo especial y rió feliz.

******

Eran novios desde la fiesta de despedida de fin de curso escolar del año anterior. Le había dado el sí para que dejara de rogarle que le diera empate; pero esa vez solo le dio un beso ligero como despedida. Durante las vacaciones no quiso responderle las llamadas ni devolverle ningún mensaje de texto; no obstante, fue tal la persistencia de él que extravió su celular adrede y le envió un mensaje desde el teléfono de una amiga donde le informaba que su móvil se le había perdido. Durante las muchas horas de resistencia al amor se había prometido que cuando lo viera de nuevo, le iba a dar corte. Su planeada excusa iba a ser, en primer lugar, que sus padres no le permitían tener novio; por otra parte, también pensaba decirle que por ahora no tenía tiempo para andar pensando en ningún novio; ella no quería lastimarlo, sin embargo, en el caso de que él siguiera persistiendo, le diría que la verdad era que ella no estaba enamorada. Pero su corazón tenía otros planes y las cosas darían un vuelco distinto desde el inicio de clases del nuevo año escolar.

Cuando el 16 de septiembre cae jueves, como esa vez, inevitablemente se convierte en un día pésimo para el inicio del año escolar. Tanto los padres como los estudiantes están que se los come la pereza al término de las largas vacaciones, por eso empezar el año escolar un jueves es un calvario para todos; motivo por el cual, la inasistencia en un día como este siempre es masiva. Es como si existiera un acuerdo tácito, pues en casi todos los hogares se dejan oír las protestas de los estudiantes alegando que nadie va a clases cuando el año escolar se inicia un jueves. Sin embargo, algunos padres no ceden y obligan a sus hijos a asistir a la escuela. Pero la razón siempre la tienen los chicos; al volver al hogar ellos dicen la verdad cuando sus padres les preguntan sobre las actividades del día: “Nada, fueron muy pocos alumnos”, responden.

Vanessa no era partidaria de asistir al colegio el primer día de clases, ya fuese después de vacaciones, de inicio de año escolar o si caía a partir del miércoles. Sin embargo, esta vez tenía un motivo inquietante que le había estropeado las vacaciones, algo que quería resolver lo antes posible; la verdad era que le urgía terminar con ese noviazgo que calificaba de estúpido. Era como si quisiera quitarse un enorme peso de los hombros. Antes de acostarse puso la alarma del despertador a las cinco y media. Por la noche no durmió bien, tuvo pesadillas donde encontraba mil obstáculos para llegar al colegio, incluso soñó que llegaba volando; pero lo más traumático fue haberse dado cuenta de que estaba desnuda en el patio principal, y aunque nadie parecía percatarse de su desnudez, sin embargo, a ella no le alcanzaban las manos y la cabellera para cubrirse.

La alarma ya había sonado dos veces; ella apenas levantaba la cabeza para pararla, luego se decía a sí misma entre mohines de pereza: «Otro minutico más». Pero el despertador era implacable cada cinco minutos. A un cuarto para las seis entró su tía Elisa a la habitación para ayudarla a despertar. Su llegada coincidió con otro toque de la alarma. «¡Huy, qué horrible, me muero de sueño, tía!», se quejó Vanessa sin levantar la cabeza de la almohada, luego buscó el despertador para desactivar la alarma.

―Tía, préndeme el calentador, ¡porfis!―, musitó Vanessa muerta de sueño y se arropó hasta la cabeza.

―¡Uf, mija!, ya tiene rato prendido ―le respondió Elisa, luego le ordenó—: vamos, niña, no seas floja, levántate de esa cama de una vez por todas. Tú misma insististe en asistir hoy al colegio ―le recordó, enseguida encendió la luz y prendió el televisor.

Vanessa se desarropó la cara y miró a su tía con una amplia sonrisa. Elisa le bajó el volumen al televisor, pues su sobrina veía los vídeos a alto volumen mientras cantaba las canciones e imitaba los bailes para aprenderse los pasos en boga. Tendida en la cama con la cabellera derramada en la almohada y sonriente era como el ángel más hermoso del cielo, o, antes bien, era la virgen más bella que pudiera existir en la tierra. Elisa casi siempre se embelesaba con la belleza de su sobrina; para ella era la hija que siempre quiso, pero que aún no había podido tener. «Voy a terminar el desayuno», dijo Elisa y salió de prisa. Un instante después gritó desde las escaleras: «¡El calentador ya está listo!».

Esta vez Vanessa se bañó más de prisa que de costumbre. También se vistió con mayor prontitud. Media hora después cuando volvió su tía para decirle que el desayuno estaba servido, ella todavía estaba frente al tocador haciéndose un peinado que había visto en una revista juvenil. Enseguida dio un giro en redondo para que su tía le diera su opinión sobre cómo le quedaba el uniforme nuevo. Luego hizo unos pasos de modelaje y se quedó estática con una pierna estirada y la barbilla levantada, tal como se paraban las modelos en las revistas. Entonces le hizo la pregunta de rigor: «¿Cómo me veo?» Sonrió.

Su tía se deshizo en elogios; pero ella se los rebatió todos con un argumento irrefutable que resumía todo su desagrado: «Los uniformes son horribles, tía», dijo con una pícara mueca de descontento y otra vez rió.

―¡Qué horribles ni qué nada, chica! ―le rebatió Elisa, y de inmediato enfatizó—: además, lo que verdaderamente importa es el contenido y no el estuche.

―Pero, tía, o sea, no me vas a negar que con estas faldas hasta las rodillas una queda como una boba ―se defendió Vanessa imitando a una sifrina.

―¿Y qué quieres, ah, andar mostrando el trasero cada vez te sientas? Tú ya no eres una niña, mijita, y recuerda que los muchachos siempre andan mirando, bueno, tú ya sabes qué...

Las dos rieron. Luego Elisa palmeó las manos y le hizo gestos mudos para indicarle que se apresurara porque se les hacía tarde.

Vanessa sabía que el uniforme no le restaba belleza; pero de lo que si estaba fastidiada era de seguir usando la camisa azul, ella quería que este año pasara volando para poder ponerse la camisa beis.

Desde el inició del bachillerato en el nuevo colegio, Vanessa se opuso a que la llevara y la buscara el transporte escolar, eso la hacía sentirse ridícula e infantil. Aunque el Volkswagen de Elisa no era su carro favorito, ella prefería que su tía le hiciera el favor de llevarla y buscarla para no verse obligada a usar el transporte público. Sin embargo, el favor no le salía gratis, porque sus compañeros la fastidiaban diciéndole que llegó la niña bonita en su tortuguita. Los días en que su padre la llevaba en la camioneta, o cuando su mamá la llevaba en el Toyota Corolla, ella se sentía muy ufana; pero eso era ocasional, ya que ellos salían muy temprano o muy tarde para ella, y pocas veces se ofrecían a hacer el viaje solo para llevarla.

Su tía Elisa siempre le había repetido, a veces en broma y a veces en serio, que lo único que no había hecho por ella era haberle dado de mamar; ella la veía como su otra mamá y le estaba muy agradecida; pero lo que nunca podía perdonarle era su puntualidad infranqueable. Cada día del año escolar, ella estaba ahí a un cuarto para las siete, tal como lo estipulaba el reglamento. Sus compañeros la burlaban diciéndole que ella era la que abría el colegio; también la fastidiaban con el chiste de que estaba enamorada del portero y que por eso madrugaba para verse con él antes de que abrieran; tampoco faltaba quien le dijera que dormía en el colegio y que así nada más tenía que levantarse y listo. Sin embargo, esta vez fue ella la que apresuró a su tía para que llegaran temprano al colegio. Su tía Elisa lo tomó como un signo de madurez; pero ella lo estaba haciendo con otro propósito.

La mayoría de los alumnos se quedaban fuera del colegio conversando hasta la hora del timbre; pero Vanessa no podía hacer lo mismo, su tía se encargaba de acompañarla hasta la puerta y se cercioraba de que entrara. Ella se quejaba de esa precaución advirtiéndole que ya no era una niña; su tía le respondía que las niñas decentes no se quedaban dando espectáculos en la calle, lo decía por las chicas que se besaban con los novios a la vista de todos.

Ese día la directora del colegio estaba recibiendo personalmente a los alumnos en la entrada principal. «Buenos días, hermana Gregoria», saludó Vanessa y siguió de largo. La directora era una andaluza alta, flaca y envarada. Pertenecía a la Orden de las Hermanas Franciscanas; caminaba ágil y erguida, y su presencia era delatada mucho antes de su llegada por el manojo de llaves que siempre se colgaba en la cintura. Además de ser la directora, también era el verdugo con las Matemáticas en los dos últimos años del bachillerato. Todos los alumnos de la tercera etapa sufrían con ese filtro hermético. Aunque la mayoría pasaba con bajas calificaciones; no obstante, los alumnos de ese colegio eran los mejor preparados a la hora de presentar las pruebas de ingreso a las carreras de ciencia de las universidades, porque los conocimientos y la pedagogía de la directora eran excelentes. «Las matemáticas no admiten las medias tintas», era su lema constante.

Contrario a lo que suponía Vanessa, en el patio ya había un numeroso grupo de alumnos. Pero con la primera ojeada enseguida se percató de que eran los nuevos; así llamaban a los chicos del séptimo año. Al fin de cuentas, ella sí era la primera de ese día, ya que los nuevos no contaban a la hora de establecer la llegada al colegio. Se quedó pensando por un momento en el corredor principal, estaba indecisa y no sabía si atravesar el patio central y dirigirse hasta la cantina o retornar hasta la puerta de salida, el problema era que hoy la portera era la directora, por lo que no podía ni soñar con salir a la calle a esperar que, al menos, llegara alguien conocido. Su salvación fue la llegada de Nachi, su mejor amiga del séptimo año. Ella la llamaba Nachi para no decirle China, tal como la llamaban los demás compañeros; en realidad la chica se llamaba Liu Chang. Las dos se abrazaron y saltaron de alegría por el reencuentro y porque así ninguna de las dos se sentiría sola. Aun cuando no habían compartido la sección el año anterior, sin embargo, ellas seguían manteniendo la misma amistad que hicieron en el séptimo año; también compartían el mismo suplicio de la puntualidad inquebrantable de sus respectivas tías.

Después de los abrazos, besos y salticos de alegría juvenil, se hicieron las miradas escrutadoras de rigor, típico de las mujeres, ¡por supuesto! ―lo cual incluía la ropa, los zapatos, accesorios, peinado y maquillaje―; ya satisfechas, entonces decidieron hacer el recorrido por las carteleras de los salones para averiguar en qué sección les tocaba este año. De una vez subieron al segundo nivel, ya que el noveno año y la tercera etapa veían clases en ese piso. Al descubrir que compartirían nuevamente la sección, volvieron a abrazarse y a saltar llenas de desbordante alegría puberal. Una vez que Vanessa y Nachi averiguaron en qué aula y sección les correspondía este nuevo año, entonces bajaron las escaleras corriendo y se quedaron en el pasillo de la entrada principal para esperar a sus amigas.

Los chicos de séptimo año corrían como gacelas por los pasillos tratando de averiguar sus respectivas secciones y los profesores de cada materia.

Aunque al inicio de cada año escolar era normal que todos los alumnos experimentaran un cierto escozor emocional por la inquietud de no saber quiénes serían los nuevos compañeros ni quiénes serían los profesores de cada materia; sin embargo, para Vanessa este año tenía un motivo adicional de desasosiego, porque antes de salir de vacaciones había admitido ser la novia de André, decisión de la cual se arrepintió enseguida, y ahora ella quería poner punto final a su primer noviazgo.

Este año el interés primordial de Vanessa no eran las nuevas compañeras de sección, sino ver a André para terminar con él cuanto antes, ese era el motivo principal que ardía en su emocionado corazón. Ella no se explicaba el porqué de ese sentimiento si tenía la certeza de que no estaba enamorada de él, lo había aceptado solo como una travesura de su parte, también lo hizo para que él dejara de fastidiarla pidiéndole que fueran novios; bueno, eso había pensado ella en ese momento; pero luego se dio cuenta de que André sí se lo había tomado muy en serio, ya que comenzó a hacerle invitaciones a salir para estar juntos y también empezó a llamarla a cada rato, siendo esa persistencia suya la que terminó por colmarle la paciencia desde los primeros días.

En la medida en que iban llegando las chicas se producía un pequeño alboroto, pues se abrazaban, saltaban y gritaban emocionadas; luego la recién llegada subía las escaleras a la carrera para averiguar la sección en la que había quedado, hacía eso a pesar de que las amigas que habían subido antes le informaban la sección respectiva; pero a la recién llegada eso no la satisfacía y quería comprobarlo por sí misma, entonces se lanzaban todas a la carrera escaleras arriba para que lo corroborara, después volvían a bajar con la misma energía; así se lo pasaron las primeras tres horas de la mañana, ya que la coordinadora les había informado más temprano que a las diez de la mañana se reunirían en el patio central para la charla de bienvenida.

Durante el año anterior, las conversaciones y emociones de las chicas habían girado por lo general alrededor del inicio de la pubertad. Cada una tenía su amiga de confianza a quien le confiaba la emoción de su primera menstruación; pero casi siempre esa amiga también tenía otra amiga de confianza a la que le confiaba el secreto, así que pronto todas conocían el secreto del desarrollo de cada una. Aunque algunas eran unas veteranas en asuntos menstruales debido a que se habían desarrollado a partir de los once años; sin embargo, la mayoría de las niñas lo había alcanzado a los doce años. Vanessa fue una de las más precoces, ya que había alcanzado la pubertad apenas pasados los diez años. Las frases: “me bajó”, o “la tengo”, eran el pan de cada día. A muchas niñas, aún inexpertas, las sorprendía la regla sin ninguna previsión; pero en eso todas eran muy solidarias y siempre había alguna que tenía una toalla sanitaria en el bolso y se la prestaba o se la regalaba.

La psicóloga Alicia Bello era la orientadora juvenil, ella siempre estaba pendiente de las algarabías y los cuchicheos que se formaban en los baños del primer nivel, que era adonde acudían las estudiantes más chicas, y el asunto casi siempre era por una menstruación imprevista. Nachi fue la única que terminó el año escolar siendo impúber. Algunas amigas hasta la felicitaban, porque ella aún no tenía que pasar por los traumas de los dolores menstruales ni el fastidio y la incomodidad que significaba acostumbrarse a las toallas sanitarias. Pero algunas chicas al final del año anterior ya hablaban también de su primera vez.

Después del incesante cotorreo y el alborozo desbocado del reencuentro, Nachi le dijo a Vanessa que la acompañara al baño para confiarle un secreto. Se tomaron de las manos y subieron las escaleras corriendo, ahora que estaban en noveno año tenían derecho a usar los sanitarios del primer piso. Aunque en el colegio siempre les decían que podían usar cualquier área sin restricción de ninguna naturaleza; sin embargo, fuera de las disposiciones reglamentarias también existían otras reglas impuestas por los alumnos, y las hacían cumplir sin excepción. Una de ellas era que los baños de arriba, como los llamaban, estaban vetados para los nuevos; meterse ahí era exponerse a bofetadas, patadas y coscorrones, sobre todo en los baños de los varones; aunque las chicas tampoco se quedaban atrás y también imponían castigos a la que violara su territorio sagrado, y todo porque en los baños ocurrían cosas que las nuevas no podían saber.

Entre tanto, a los más chicos la curiosidad les carcomía las entrañas por averiguar lo que presuntamente ocurría allí; pero al desconocer los supuestos secretos de los baños del piso superior, ellos se recreaban en la imaginación y echaban a rodar toda suerte de chismes infundados.

Cuando Vanessa y Nachi entraron al baño encontraron a dos chicas del último año fumándose un cigarrillo. Una de ellas, la que tenía los ojos y la boca maquillados de negro, se colocó el dedo índice en la boca para indicarles que debían guardar silencio sobre lo visto. La otra chica las miró con desdén y les hizo la advertencia: «¡Cuidado con ir de chismosas, chamitas!», dijo después de lanzar una bocanada de humo. Al terminar de fumarse el cigarrillo que compartían alternativamente, lanzaron el filtro a la poceta y bajaron el agua; luego se enjugaron la boca con agua y compartieron el chicle de menta para disimular el olor a tabaco.

Vanessa y Nachi experimentaron un cierto regocijo por compartir uno de los inquietantes secretos de los baños del primer piso. Al quedarse solas, Nachi aprovechó para confiarle a Vanessa su secreto íntimo. La agarró de las manos con firmeza, luego sopló hacia arriba para despejarse la pollina crinada que apenas le deja ver los ojos rasgados e intensamente negros, entonces le soltó el barrunte: «¡Qué crees, chama!», dijo con voz atiplada. «¿Qué?», inquirió Vanessa con expectación. «¡Que ya...!», dijo sin ninguna precisión. Vanessa explayó los ojos todavía en las nubes. «¿Que ya qué?», preguntó con impaciencia. «¡Que ya me vino, chama!», dijo Nachi con un brillo especial en los ojos, entonces precisó emocionada: «Una semana después de salir de vacaciones, chama, por fin me desarrollé».

Para Nachi se había convertido en un asunto de vida o muerte el inicio de la pubertad, ya que en diciembre cumpliría los trece años y aún seguía siendo impúber en julio cuando terminó el octavo año. Las dos saltaron de alegría una vez que compartieron el secreto; todavía estaban abrazadas riendo y saltando cuando entraron unas chicas del último año. La forma como las miraron y la mirada que se hicieron entre ellas, les hizo comprender que le estaban dando una interpretación errada al motivo que compartían, por lo que decidieron salir del baño de inmediato.

 Vanessa estaba feliz por el reencuentro con sus amigas; pero su corazón era presa de emociones encontradas. Ella culpaba a su novio por el desasosiego que la embargaba. El primer día de clases perdonaban las llegadas tarde y ella había estado pendiente de la entrada principal durante toda la mañana, esperaba verlo llegar en cualquier momento; pero a las once de la mañana comprendió que André ya no iría ese día al colegio. Entonces lo odió con todas las fuerzas de su incipiente amor. ¿Cómo era posible que la hubiese dejado esperándolo? ¡Qué se creía el muy estúpido! ¡Ni que fuera la última Coca-Cola del desierto! ¡Ay sí, muy bello él! ¡Ridículo! Menos mal que no le había confiado a nadie que eran novios.

Solo esperaba que el muy estúpido no les hubiese contado a sus amigos que le había dado el sí, menos aún que le había dado un beso, que en realidad no fue más que un beso de despedida casi igual al que le dio a cada uno de sus amigos al despedirse; en fin, ¡un insignificante beso a flor de labios! Sin embargo, ese beso había tenido una trascendencia distinta, porque a pesar de que fue algo fugaz, ella sintió un extraño frío en las entrañas, un vacío en las tripas, un estúpido temblor de manos y, sobre todo, un susto inmenso en el corazón. Su tía lo notó nada más al verla y de una vez le soltó la pregunta a bocajarro:

—¿Qué te pasó que tienes cara de asustada?

Ella nada más pudo negarlo con la cabeza porque no le salieron las palabras.

La consecuencia de toda esa conmoción emocional fue algo por lo cual ella creyó odiarlo de inmediato, no obstante, no pudo evitar voltear para verlo por última vez antes de que su tía arrancara el Volkswagen. Y fue tal su resistencia a ese sentimiento desconocido que por eso no quiso verlo, ni responderle ningún mensaje de texto, menos contestarle las llamadas; sin embargo, cada vez que sonaba el celular lo miraba con ansiedad para verificar quién la llamaba, se conformaba con ver su nombre en la pantalla, luego, con gestos de fastidio dejaba caer el teléfono en la cama; pero la verdad era que no se atrevía a contestar para que él no le fuera a notar el aluvión de sentimientos desbocados que la embargaban.

Para que nadie se enterara de la persistencia de las llamadas y los mensajes de texto, puso el móvil a vibrar; hasta que se le ocurrió su genial idea de apagarlo por un tiempo y luego enviarle un mensaje desde el teléfono de una amiga para decirle que se le había perdido el suyo. Para evitar la tentación de leer los mensajes, los borró todos. Y para impedir que esa extraña sensación no le devorara las tripas y el corazón, ni la volviera una tonta que se tiraba en la cama sin hambre y sin sueño, ella había decidido como medida de protección que lo mejor que podía hacer era cortarlo; con ese propósito en mente había ido al colegio.

Pero ¿qué pasó? Que el muy ridículo no se presentó. Entonces ahora la ridícula era ella. ¿Para qué se había esmerado tanto en arreglarse? O sea, que fue en vano que ella se hubiese estrenado el carmín y el rubor que le regaló su tía a escondidas de su mamá, y que se hubiese mandado a hacer la pedicura el día anterior, y que se hubiese esmerado tanto en peinarse el cabello. Todo su esfuerzo resultó perdido porque a ese tonto simplemente se le había ocurrido no ir al colegio.

Para Nachi no pasaron inadvertidos el estado de ansiedad ni la actitud alelada de Vanessa, por eso le preguntó varias veces que si le pasaba algo. Pero como era algo que ella todavía no quería compartir con nadie, se lo negó siempre; sin embargo, antes de despedirse, aunque con una interpretación errónea de sus sentimientos, le confió que el problema era que tenía mucha rabia por alguien, que después le contaría todo.

Como represalia contra André, Vanessa no quiso asistir al colegio el viernes. A sus padres les dijo que no quería ir a perder el tiempo, que de seguro ocurriría lo mismo que el jueves; es decir, que por la baja asistencia no verían clases.

Al mediodía llamó a Nachi para enterarse de lo ocurrido ese día en el colegio; con disimulo preguntó por los asistentes; pero en realidad lo único que le interesaba era que le informara si André había ido. Su interés inconfesado era que él sí hubiera asistido al colegio y que al igual que ella hubiese sufrido por su ausencia. Pero se sintió desilusionada y frustrada, porque entre todos los nombrados por Nachi no escuchó el nombre de André. ¿Sería que él no fue, que ella no lo vio, o quizás olvidó mencionarlo? Por ahora su dilema seguiría irresoluto, ya que ni por casualidad pensaba preguntar directamente por André. Eso la hubiese puesto en evidencia ante Nachi, así que se abstuvo; para ella su noviazgo era un secreto bien guardado, bueno, al menos de su parte.

Durante el fin de semana volvió a darle las mil y una vueltas al asunto, su pensamiento volaba en las alas blancas de sus emociones encontradas: por un instante lo amaba y al momento lo odiaba. Pero su resistencia se imponía y la hacía llegar siempre al mismo punto de partida; es decir, que debía terminar con André en la primera oportunidad que lo viera.

El fin de semana se sintió agotada de tanto pensar en lo mismo; había padecido de insomnio, no comió con regularidad y estuvo ensimismada, irritable, huraña; el mejor pretexto para justificarse ante su familia, sobre todo con su tía, se lo dio la menstruación. Elisa le preparó infusiones de canela entera por si el malestar era debido al frío de vientre, también le preparó tomas de flores de manzanilla por si tenía coágulos en el útero y estuviese presentando problemas para expulsarlos, tal como le ocurría a ella, y se los reforzó con los medicamentos que ella misma tomaba.

El lunes amaneció neblinoso y bajo amenaza de lluvia. Vanessa se sintió fea por la sombra violácea de las ojeras. Como desayuno nada más aceptó el café con leche porque no tenía apetito. Para que su tía no se preocupara le dijo que desayunaría en la cantina durante el receso.

Un camión accidentado en la avenida ocasionó un atasco de tránsito que las retrasó por casi media hora. Cuando Vanessa entró al colegio se encontró con que todos los alumnos estaban en el patio esperando por la celebración de una misa. Era una nueva modalidad que la directora quería imponer en el colegio porque, según manifestó, era necesario reforzar la fe católica en los jóvenes.

El colegio funcionaba en una edificación que después de varias modificaciones durante los últimos treinta años había terminado convertida en tres edificios rectangulares que le daban la forma de una “U” abierta hacia el norte. El edificio del frente tenía tres pisos, en el último piso funcionaba la parte administrativa y la dirección del colegio; los edificios laterales eran de dos pisos, esas eran las edificaciones más extensas y estaban dedicadas exclusivamente para las aulas de clases; todo el patio central estaba techado al nivel de los edificios laterales. Hacia el fondo quedaban las canchas deportivas y el edificio de residencia de las monjas.

La matrícula actual del colegio Santa Sofía de la Piedad era de cuatrocientos ochenta y seis alumnos, los cuales, reunidos al mismo tiempo en el patio central constituían una multitud que producía un ruido ensordecedor; por otra parte, como los muchachos no se quedaban quietos ni por un momento, por eso daba la impresión de ser una marea humana que se bandeaba de lado a lado del patio.

Vanessa se sintió perdida en su propio colegio. Una vez que traspasó el improvisado altar que habían ubicado en el pasillo de la entra principal, enseguida se vio empujada hacia el interior del patio por la corriente de alumnos en constante movimiento. Por más que se empinaba no podía ver a ninguno de sus compañeros. Al parecer los alumnos que estaban en la parte delantera eran los de octavo y los nuevos, que este año parecía que habían ingresado más que los años anteriores.

Vanessa se detuvo detrás de una columna del corredor para que no la siguieran forzando a caminar sin ninguna dirección específica; para tener una mejor visión del patio se subió en la base de una columna; sin embargo, no vio a nadie conocido. Resignada a quedarse sola hasta que terminara la misa, sacó el MP4 y se dispuso a escuchar música, lo único que esperaba era que no la descubriera ningún docente o alguna de las monjas y la regañara; para estar pendiente de lo que se dijera durante la misa, nada más se colocó un audífono. El profesor de Artística comenzó a probar el sonido. Al momento hizo acto de presencia la directora. El profesor le cedió el micrófono y ella, después de la salutación de bienvenida, inició un discurso de contenido moralista y religioso.

El sonido de los altavoces era alto; pero el rumor del parloteo de los alumnos no se quedaba atrás, y si a eso se le sumaba el sonido de la música por el auricular, en realidad no era nada fácil escuchar con claridad; razón por la cual, Vanessa apagó el MP4. Pensó en seguir hasta el fondo del patio donde seguramente estaban todos sus amigos, no obstante, como la directora había solicitado que los alumnos se acercaran al altar, ahora era casi imposible caminar hacia allá. De momento parecía que lo mejor que podía hacer era quedarse donde estaba. La directora anunció la llegada del sacerdote y el consecuente comienzo de la sagrada misa.

La liturgia se inició con el santiguamiento. Acababa Vanessa de persignarse cuando unas manos suaves le cubrieron los ojos. De inmediato sintió la proximidad de un cuerpo a sus espaldas, luego un perfume varonil muy agradable saturó su olfato. Quizás se trataba de cualquiera de sus amigos, sin embargo, un susto inexplicable se apoderó de su corazón. Ella rozó con suavidad las manos desconocidas, los dedos eran largos y delgados, entonces se acrecentó el aceleramiento de su corazón porque ella conocía unas manos así. Las manos ignotas atraparon sus dedos, después dejaron de cegar sus ojos y descendieron hasta convertirse en un cálido abrazo. Por un momento ella permaneció con los ojos cerrados, su intuición no la podía engañar, tenía que ser André. Seguidamente, él sumergió la cabeza en la hondura del hombro de ella y sobrevivieron abrazados durante unos segundos eternos; para ellos fue creado un vacío en el tiempo, un instante absoluto, una burbuja en el tiempo. A continuación, y sin deshacer el abrazo, ella giró sobre sus talones y quedaron frente a frente, entonces él tuvo el arrojo que la necesidad del amor provoca en los enamorados: la besó. Se besaron. Fue el primer beso de amor para ambos. En ese instante la realidad dejó de existir para ellos, pues fueron transportados en un halo seráfico al edén del primer amor.

El amor perfecto no necesita las palabras, solo necesita dos corazones latiendo al unísono, dos almas fusionadas en un abrazo, y para fundirse en una sola materia nada más hace falta el deseo ignífero de dos bocas ansiosas, dos bocas ávidas de besos; es decir, dos bocas deseosas de beber el néctar contenido en la divina copa de los labios del ser amado.

Todos los propósitos y tormentos de Vanessa se diluyeron con la delicia de ese beso. Su claroscuro mundo de amor-odio quedó embellecido por una claridad áurea. Después del beso quedaron enmudecidos, sus miradas mutuamente embelesadas parecían pétreas y una sonrisa angélica iluminaba sus rostros. A partir de entonces se amaron con todas las fuerzas de sus inocentes corazones; y aunque breve, fue el más grande y puro amor que muy pocas almas alcanzan alguna vez.

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Vanessa se asomó de nuevo a la venta y esta vez sus miradas se cruzaron, fue una mirada fugaz y, sin embargo, estuvo llena de una comunicación tan afectiva que únicamente dos personas enamoradas lo podían entender. Era muy emocionante que él le llevara flores. «Tía, dile que ya bajo, ¡porfa!», le rogó a su tía con la mirada iluminada de felicidad.

A Elisa no le hubiese parecido nada suspicaz que alguien le llevara flores a su sobrina el día de su cumpleaños; pero la manifiesta alegría de Vanessa era algo que dejaba entrever la existencia de un romance. Lo que la desconcertaba era que no le hubiese dicha nada, siendo que entre ellas no había secretos; por lo que supuso que se trataba de algo muy serio como para que se lo hubiese ocultado.

Vanessa estuvo lista en un santiamén. Salió a la carrera con su corazón desbocado de felicidad. André seguía en la acera frente a la entrada de su casa. Elisa le había gritado desde el porche que ya salía su sobrina.

Él tenía una docena de rosas rojas acunadas en el brazo izquierdo, las rosas estaban dentro de un envoltorio de plástico transparente que tenía dibujadas unas florecitas rosadas. En la mano derecha llevaba la tarjeta de felicitación.

Vanessa le saltó al cuello y se abrazaron por un instante. En cada reencuentro siempre pasaban por un momento de turbación; la manera inmediata que habían descubierto para sosegarse era mediante los abrazos; entonces suspiraban con tranquilidad y pasaban a los besos, que en realidad era la única vía de deshago que calmaba el mar agitado de sus corazones. Esta vez prescindieron de los besos, pues Vanessa temía que su tía Elisa los estuviese vigilando.

André quiso entregarle a Vanessa las rosas y la tarjeta al mismo tiempo; entonces la hesitación del momento los embargó a ambos y el ramo de rosas se le resbaló de las manos; él las atrapó al vuelo; pero se pinchó el dedo medio de la mano derecha con una espina. André no le dio ninguna importancia y Vanessa ni se percató del incidente. Sin embargo, fue el inicio de una gran tragedia y el descubrimiento de una alteridad jamás sospechada por ninguno.

Vanessa leyó la única frase de la tarjeta: “Tan rojas como el amor que corre por mis venas”. En ese instante ninguno de los dos podía sospechar ni remotamente el infortunio tan trascendental de la dedicatoria. «¡Qué lindas!», exclamó Vanessa. Luego tomó el ramo de rosas y las olió con los ojos cerrados, entre tanto, una hermosa sonrisa se dibujaba en su inocente rostro, entonces le agradeció el detalle.

—¡Gracias, todo está bellísimo! —dijo emocionada y sonreída.

Como estaban frente a la casa de Vanessa, los dos se comportaban cohibidos y de momento no sabían qué hacer ni qué decirse; sin embargo, por padecer el embrujo de la maravillosa idiotez del amor no dejaban de mirarse alelados y sonrientes, y sus rostros eran iluminados por el fulgor que irradia la felicidad del amor pletórico. André, en su no saber qué hacer producido por el éxtasis de felicidad que lo embargaba, de pronto se llevó la mano al rostro. Vanessa explayó los ojos y ahogó con la mano una expresión de susto. A él le había quedado la mejilla llena de sangre. En ese momento fue que se percataron de que la camisa también la tenía manchada de sangre.

Los dos se asustaron muchísimo y buscaron de inmediato el origen del sangrado. Era del dedo corazón que él se había pinchado cuando cogió el ramo de rosas al vuelo para que no se cayera al piso.

—¡Ah! —exclamó él al saber de dónde provenía la sangre, mientras tanto, sonreía nervioso.

―¡Vamos para curarte! ―apremió Vanessa preocupada.

―¡No, no es nada! ―dijo André, ya recuperado del susto inicial.

―Pero es que no deja de sangrar ―le hizo ver Vanessa.

―Es solamente una puyada; pero si sigo sangrando vamos al hospital para que me agarren puntos ―dijo él en broma.

André se apretaba con fuerza el dedo medio contra el dedo pulgar para contener el flujo continuo de sangre. Mientras permanecía con los dedos apretados dejaba de manar la sangre; pero al soltarlos de inmediato comenzaba a sangrar de nuevo. Todo empezaba con una gota mínima, sin embargo, pronto se convertía un goteo permanente.

Vanessa le tomó la mano entre las suyas, luego ella misma le hizo presión entre el índice y el pulgar. De pronto un anhelo irresistible la llevó a chuparle el dedo. «Me voy a chupar tu sangre como si fuera una vampira», le dijo ella con inocente picardía. «Sí, bebe, ese va a ser nuestro pacto de sangre, así sellamos nuestro amor por la eternidad», la retó André. Los dos rieron. Vanessa aceptó el desafío y le volvió a succionar el dedo. Esta vez la boca se le llenó de sangre, de pronto el goteo minúsculo parecía como si se hubiese convertido en una fuente muy fluida. Vanessa se sintió tentada a escupir la sangre, tenía un sabor ferruginoso que en principio le repugnó; no obstante, después tragó varias veces.

Haber bebido la sangre de su novio le produjo una inexplicable sensación de felicidad. Era como si en verdad hubiesen sellado un pacto sagrado; tal parecía que las expresiones de ambos habían tomado un giro literal. Vanessa levantó la mirada y vio que André estaba pálido. Ella se asustó mucho porque supuso que lo estaba desangrado. En contra de la voluntad de André, Vanessa lo obligó a entrar a su casa para curarlo.

Elisa le limpió el dedo con alcohol y lo vendó con gasa y adhesivo. No le hubiera dado ninguna importancia al asunto de no haber sido porque vio que tenía la camisa manchada de sangre, lo que no parecía corresponderse con una simple aguijoneada con una espina. Vanessa se lo presentó como un compañero de clases; pero como su tía la miró fijo a los ojos, entonces a ella, un tanto ruborizada, no le quedó más remedio que admitir que eran novios.

Los padres de Vanessa no estaban en casa, habían salido temprano, se encontraban de compras en el hipermercado. Vanessa se sentía feliz porque André estaba en su casa. La abuela y su hermanito aún no se habían levantado, por otra parte, como su tía se encontraba en la cocina, a ellos no los perturbaba nadie en la sala principal de la casa. Ella insistía en que André se quedara para que conociera a sus padres, quienes no tardarían en llegar. De momento les diría que era un compañero del colegio que había ido a felicitarla por su cumpleaños, ella estaba segura de que su tía les guardaría el secreto. Entre tanto, no dejaban de llegar los mensajes de texto y las llamadas de sus compañeros de colegio para felicitarla. A todos los invitaba a su cumple, les decía que fueran por la tarde, a partir de las tres, para que le partieran la torta y echaran broma.

André se marchó a las once y treinta de la mañana sin conocer a los padres de su novia.