TE AMARÉ POR SIEMPRE
Los padres de Vanessa
volvieron al mediodía. Se habían retrasado porque estaban comprando el regalo
para la cumpleañera. También llegaron tarde por haber ido a buscar la torta de
tres pisos que había hecho su comadre Edith Peña, quien era la madrina de la festejada.
La fiesta grande de la que siempre hablaban era la que harían cuando Vanessa
cumpliera los quince años; no obstante, nunca habían dejado de celebrarle
ningún onomástico. Además de los invitados de la agasajada, también asistirían
los familiares que vivían en la ciudad y algunos amigos íntimos de la familia.
La casa tenía dos
entradas laterales convertidas en garajes techados; en el patio trasero había
un amplio corredor donde organizaban cualquier celebración que hiciera la
familia; en la pared colindante del patio estaba el horno de ladrillos para el
asado de las carnes.
La familia tenía once
años viviendo en esa casa. Antes vivían en un apartamento; pero el padre de
Vanessa había obtenido una excelente cosecha de ajos en una finca que le quedó
como herencia a la muerte de su padre; el dinero le alcanzó para comprar esa
casa y para hacerle unas mejoras a su gusto.
La casa estaba
ubicada en una exclusiva urbanización de la ciudad. Todas las casas del sector
eran de dos pisos y tenían techos de machihembrado y tejas; la sala, cocina,
comedor y servicios quedaban en la planta baja; en el piso superior estaban los
dormitorios. Vanessa había vivido casi toda su vida allí, por lo que se sentía
muy a gusto que le celebraran el cumpleaños en su casa.
Durante el almuerzo,
la familia estuvo muy animada conversando sobre lo que harían para homenajear a
Vanessa en su día. El menú sería el tradicional asado a las brasas, el cual
incluiría costillitas de cerdo, bistec de res, pollo, morcilla y chorizo
cervecero, lo acompañarían con yuca y ensalada; para los chicos habría
salchichas con pan. Los pasapalos los comprarían hechos en la panadería,
además, ya habían comprado varias bolsas de golosinas. Vanessa se había opuesto
con anticipación a que hubiese confetis, bombas ni piñata en su cumpleaños,
pues, según su criterio, esas eran cosas para niños.
Vanessa era consciente de que se había
producido un punto de quiebre en la relación con su tía, la mejor evidencia era
que Elisa evitaba mirarla a la cara. Ella conocía el motivo, pero no sabía cómo
afrontarlo. Haberle ocultado que tenía novio, y principalmente, que estaba
enamorada de André, no había sido una buena decisión; la cuestión estribaba en
que ella nunca estuvo segura de que lo aprobara, por eso prefirió mantenerlo en
secreto; aunque lo que más temía era que su mamá se enterara, seguramente ella
armaría el gran alboroto y no dudaría en prohibírselo; su papá no le preocupaba
mucho, él era más comprensivo, especialmente con ella, que era su niña linda y
nunca le negaba nada. Pero Elisa no estaba sentida porque su sobrina tuviese
novio, sino porque no le tuvo confianza para decírselo.
Después del almuerzo,
Vanessa le pidió a su tía que la acompañara a un centro comercial para comprar
algunas bisuterías de moda que pensaba usar con el vestido que se había
comprado para la ocasión. La intención real era para que estuviesen a solas en
algún lugar donde pudieran hablar con total libertad.
Vanessa aprovechó la
oportunidad para poner en las manos de su tía su corazón al rojo amor. Le contó
todo, habló sin reservas; habló incluso de intimidades que estremecían su
cuerpo, pero que no sabía cómo explicarlo.
Elisa escuchó en
silencio la confesión de su sobrina; que Vanessa se hubiese desahogado con ella,
la reconfortaba; sin embargo, le preocupó el hecho de que su sobrina se
estuviese sumergiendo en el tremedal de una pasión sin fondo, sobre todo a una
edad tan temprana.
―¿Él irá a tu fiesta?
―preguntó Elisa cuando estaban eligiendo unos zarcillos.
―Solo que se muera le
perdono que no vaya —respondió Vanessa con picardía.
―¿Y si tu madre se entera? El enamoramiento se
les ve a leguas.
―En ese caso, tú me
ayudas.
―¿Qué quieres, que me
la eche encima? Ya sabes que nunca he sido santo de su devoción. Lo primero que
va a decir es que soy una alcahueta.
Vanessa estuvo
pensativa por un momento. Luego miró a su tía con una decisión indefectible en
sus ojos.
―Tarde o temprano lo
tendrá que admitir ―dijo con resolución.
Su madre todo el
tiempo le había criticado su carácter resuelto, pero ella siempre se había
salido con la suya; cuando las cosas se complicaban, a última hora ella siempre
recurría a la ayuda de su papá; solo que ahora él quizás no terciara a su favor
debido al motivo tan comprometedor. Pero en fin, ellos también fueron
adolescentes y tendrían que entender. Supuso.
******
A las seis de la
tarde, Vanessa ya estaba frustrada y con el corazón en ascuas. Por sugerencia
suya habían preparado una mesa grande en uno de los garajes para que ella
pudiese estar a gusto con sus amigos. Aunque la verdad era que ella había
pedido que fuera allí para estar pendiente de la entrada principal, así podría
recibir a André cuando llegara y, con suerte, sus padres ni se darían cuenta de
que ella estaba con su novio. Sin embargo, a esas horas de la tarde, él no había
llegado todavía.
Durante toda la tarde
estuvo departiendo con sus mejores amigas y amigos, también compartía por
momentos con los familiares y con los amigos de sus padres, además, debía
recibir los obsequios cada vez que llegaba algún invitado. No obstante, la
persona más importante para ella en este momento, no llegaba. Lo imperdonable era
que él ni siquiera la había llamado.
A las siete de la noche,
Vanessa estaba al borde del llanto, ya daba por sentado que André no asistiría
a su fiesta de cumpleaños y ese desplante era el más amargo suplicio para su
corazón enamorado.
******
Sin embargo, a esa
misma hora, Giorgio André Verdi Dini libraba una batalla a muerte por su vida. Cerca
del mediodía, cuando André se retiró de la casa de Vanessa sin esperar la
llegada de los padres de ella fue porque se sentía mareado. Almorzó poco debido
a la repugnancia que sintió por la comida. Le dijo a su madre que esa tarde no
la acompañaría al club porque estaba invitado al cumpleaños de una chica del
colegio, obvió decirle que se trataba de su novia para no tener que entrar en
más detalles; pero si le pidió dinero para comprarle el regalo a la cumpleañera.
André se había
quitado la camisa al llegar a su casa para que nadie viera que la tenía
manchada de sangre. Entró por el garaje y fue directo al lavadero, allí dejó la
camisa en el cesto de la ropa sucia. Cuando no hubiese nadie a la vista pensaba
ir a buscarla para tirarla al pote de la basura, así no tendría que dar
explicaciones sobre el origen de la sangre. Para evitar que le preguntaran por la
venda que tenía en el dedo, se la quitó y se puso un adhesivo de color piel que
era casi invisible. De momento parecía que la sangre había dejado de manar.
Después del almuerzo,
André se dirigió a su habitación con la intención de acostarse un rato. Aún se
sentía mareado. Su madre se asomó a la habitación para avisarle que ya se iban
para el club; también le advirtió que dejara la casa bien cerrada cuando
saliera. Un momento después el mareo se fue transformando en somnolencia. Ahora
el dedo pinchado comenzó a palpitarle; supuso que era porque se había colocado
el adhesivo demasiado apretado, entonces se lo quitó. La gota de sangre volvió
a salir; pero él tenía mucho sueño como para levantarse a ponerse una cura, por
lo que apretó el dedo medio contra el dedo pulgar para evitar que la sangre
saliera y dejó la mano reposando sobre el vientre. Así se durmió.
El sueño de André se
fue transformando poco a poco en una pesadilla interminable. Soñó que caía al
vacío, el vacío era infinito. Caía, caía y caía en la vacuidad del vacío mismo.
Quería despertar, pero no podía. Dentro del mismo sueño a veces soñaba que
despertaba, entonces el André despierto veía al André que luchaba por
despertar. Luego una fuerza irresistible lo arrastraba de nuevo al sueño
inevitable y otra vez la vorágine del sueño lo sumía en ese torbellino
imparable que lo arrojaba irremediablemente al vacío. Era imperioso que
despertara, tenía que ir a comprar el regalo para Vanessa; ella lo esperaba en
su fiesta de cumpleaños y él no podía fallarle.
De pronto se vio
chapoteando en un charco de lodo, estaba acostado de espaldas y el fango
amenazaba con cubrirlo por completo; era como estar tirado sobre arenas
movedizas que amenazaban con tragárselo, lo extraño era que él estaba acostado
bocarriba y no comprendía por qué no podía levantarse, o por lo menos sentarse,
nada más eso habría bastado para conjurar el peligro; pero no tenía fuerzas ni
para moverse. Perecería irremediablemente. Un olor a herrumbre saturaba su
nariz, el olor parecía provenir del lodo que amenazaba con sepultarlo vivo.
La madre de André dio
un grito horrendo cuando vio a su hijo bañado de sangre en su cama. Al llegar a
la casa lo llamó para saber de él; pero se sorprendió al comprobar que el
celular de su hijo sonaba en su propia habitación, por eso se asomó para
verificar si había olvidado el móvil; mayor no pudo ser su sorpresa al encontrarlo
en ese estado.
Lo primero que pensó
fue que estaba muerto; enseguida supuso que unos ladrones habían entrado a su
casa a robar y que por alguna circunstancia desconocida lo habían asesinado;
aunque de una vez le pareció que eso era imposible, pues en la casa todo estaba
normal cuando llegaron; sin embargo, como era de una mano de donde parecía
provenir la sangre, dado el pozo que se había formado en el piso, luego pensó que
su hijo se había suicidado.
Ella corrió a revisarlo
para saber dónde tenía la herida; primero le limpió la muñeca para ver si se
había cortado las venas, luego le desabotonó la camisa y lo limpió con alcohol;
pero nada, no lograba descubrir la herida.
Al auscultarlo con el
oído comprobó que el corazón aún latía. Como no podía darse el lujo de esperar
por una ambulancia, de inmediato lo subió a la camioneta con la ayuda de su
hija y se lo llevaron para la clínica.
En la clínica
desvistieron a André y lo limpiaron en profundidad; el médico y las enfermeras
estaban extrañados porque no lograban descubrir el origen del sangrado. No
tenía ninguna herida visible, tampoco las fosas nasales, oídos ni la boca
presentaban evidencia de hemorragia alguna. Por lo que todo era muy raro; sin
embargo, era innegable que el chico se había desangrado de alguna manera.
La enfermera ya iba a
colocarle la vía intravenosa al paciente cuando el médico descubrió una gota de
sangre en la sábana. Al hacerle un examen más minucioso descubrió que era por
un orificio casi invisible en el dedo medio por donde se había desangrado. Ese
hallazgo le reveló al médico que el chico tenía una severa dificultad de
coagulación sanguínea. Ahora tenían otro inconveniente, ya que cualquier
incisión que se le hiciese al paciente sería un riesgo grave. No obstante, era urgente
la medicación y la transfusión.
Una vez que André fue
estabilizado clínicamente, entonces el médico le reveló a la madre que el
origen del problema de su hijo era la hemofilia. También le dijo que no se
preocupara, puesto que ya le habían suministrado los medicamentos necesarios
para el caso; por otro lado, como el chico había padecido de hemorragia,
también lo iban a transfundir. Esa era una noticia muy desalentadora, porque el
riesgo para los varones era grave.
―Pero si en mi
familia nadie tiene esa enfermedad ―dijo Agustina.
―Bueno, primero habrá
que hacer un estudio para descartar si usted es portadora, eso por una parte; y,
por otro lado ―explicó el médico―, también se tendrá que descartar si fue debido
a una mutación espontánea.
La madre y la hermana
de André estaban muy angustiadas y querían verlo para sentirse más tranquilas.
Desde que lo descubrieron empapado en su propia sangre no habían dejado de
llorar a moco suelto. Giorgio André era el menor de la familia, como nació
siete años después de haber nacido Laura, por eso se convirtió de inmediato en
el consentido de todos.
―Doctor, ¿será que lo
podemos ver? ―preguntó Laura.
―¡Por supuesto! ―respondió
el médico―; solo esperen un poco, la enfermera ya no tarda en terminar de acondicionar
la habitación donde va a estar el chico.
Verlo tan pálido e
inmóvil, respirando a través de una mascarilla de oxígeno y con la bolsa de
sangre colgada al lado de la cama fue algo muy traumático para ellas; por lo
que no pudieron evitarlo y prorrumpieron en un llanto incontenible. La
enfermera les aconsejó que por el momento no lo perturbaran.
Después de más una
hora y luego de haberlo discutido en voz baja para no alterar el reposo de
André, decidieron que ya era hora de avisarle al padre, quien de momento se
encontraba gestionando unos negocios en Paraguay.
Laura le comunicó a
su padre la situación de emergencia que se había vivido en su casa. También le informó
que Giorgio André se estaba recuperando y que el médico les había dicho que de
momento estaba fuera de peligro. Su padre le prometió que a la brevedad posible
retornaría a casa.
Los padres de André eran inmigrantes
argentinos, y sus respectivas familias, a su vez, también fueron inmigrantes
italianos que llegaron a Argentina. Ellos habían salido de su país en busca de
mejores horizontes, ya que la situación política y económica en esa época en Argentina
era agobiante.
Aquí habían logrado
establecerse y fomentar una buena situación económica. Los dos eran ingenieros
civiles, eso les permitió trabajar para una constructora que hacía obras
públicas; después de un par de años crearon su propia empresa constructora y
consiguieron unos importantes contratos de obras públicas, lo que en poco
tiempo les produjo una buena fortuna.
Agustina, a sus
cincuenta años, aún seguía pareciendo una fina muñeca de porcelana; su figura
delgada, la piel muy blanca, el cutis rosado y todavía terso, los ojos azules y
el cabello rubio eran propios de una fémina hermosa y juvenil; pero su aparente
fragilidad contrastaba con su carácter férreo. En tanto que su esposo parecía
muy tosco por su corpulencia montaraz, el cabello negro e hirsuto, los
montículos agrestes de las cejas que le daban profundidad a los ojos negros, y
la piel trigueña. El hijo mayor era idéntico al padre. Laura y Antonella se
parecían mucho al padre, pero eran de tez blanca.
Giorgio André era el
más parecido a la madre. La piel blanca, los ojos azules, el cabello castaño
claro y ensortijado, la nariz perfilada y los labios carnosos y sonrosados
hacían que, cuando era un niño, pareciera la imagen viva de los angelitos de
las catedrales italianas. Con ese mismo físico angélico llegó a la
adolescencia. Ese aspecto apolíneo era motivo de orgullo de la madre; pero al
padre le parecía una cualidad afectada de la masculinidad.
En lo primero que
pensó André cuando recobró totalmente el sentido fue en Vanessa. Su madre le
tenía la mano derecha estrechada entre las suyas, en la mano izquierda tenía el
catéter intravenoso; ella estaba reclinada en la cama y a cada momento le
elevaba la mano y se la besaba tiernamente. Luego vio a Laura sentada en un
mueble escribiendo en el celular. Sentía una resequedad horrible en la garganta,
la sed era espantosa. Elevó la vista y se concentró por un momento en el goteo
de la sangre, ya estaba por terminarse la bolsa. Ver sangre siempre le
ocasionaba un helamiento en las entrañas, después sintió nauseas; cada vez que
veía sangre le ocurría lo mismo.
―Tengo mucha sed ―dijo
André.
Laura salió en busca
de la enfermera para informarse si podían darle agua u otra bebida cualquiera a
su hermano.
******
La fiesta de cumpleaños
de Vanessa terminó a las nueve de la noche. A partir de las siete cuando
comprendió que su novio ya no iría a su fiesta, ella perdió el entusiasmo por
completo. En adelante lo único que quería era que todo terminara lo antes
posible; entonces empezó a hacerle desplantes a todos, incluso a sus compañeros
de colegio. La apatía y el malhumor que mostraba Vanessa estuvieron a punto de
sacar de quicio a su madre. A las ocho y media de la noche les exigió a sus
padres que partieran la torta; ella empezaba a sentir un terrible dolor de
cabeza y quería irse a dormir, mintió.
Su madre no se comió
el cuento y la recriminó acremente por lo que consideró como una grosería de su
parte. Para que las visitas que aún seguían en casa no se enteraran de nada, se
encerró con ella en la habitación cuando la estaba riñendo por su actitud.
Vanessa soportó el chaparrón de reprimendas en silencio. Estaba al borde del
llanto; pero no por la increpación que le hacía su madre, algo a lo que ella en
realidad no le prestaba mucha atención, sino porque André la había plantado. ¡Cómo
era posible que en un día tan importante en sus vidas, él no la hubiese
acompañado! Cuando su madre la dejó a solas se le aguaron los ojos; ¡cuánto
mejor no hubiera sido que entre ellas existiera la confianza necesaria como
para contarle lo que en realidad le pasaba!, suspiró.
Vanessa quería llorar
por el desplante de André; pero el orgullo y la ira interior se lo impedían. Elisa
conocía el verdadero motivo de la frustración de su sobrina. Esperó pacientemente
que Carmen Aida saliera de la habitación de Vanessa para ella subir. Estaba en
la sala simulando que recogía unos vasos que habían dejado los invitados cuando
su hermana le lanzó una sátira mientras bajaba por las escaleras:
―Ve y le consientes las
groserías, que es lo que siempre haces —dijo.
―Por lo menos debiste
preguntarle si le pasaba algo ―respondió Elisa.
―¿Acaso hay algo que
deba saber? ―inquirió la madre de Vanessa.
―Eso mismo es lo que
voy a averiguar ―mintió Elisa.
Vanessa ya se había puesto
la ropa de dormir, estaba atravesada en la cama y con la mirada ausente. Elisa
entró, cerró la puerta y pasó el cerrojo; quería tener la mayor privacidad
posible mientras hablara con su sobrina. Sin decir palabra alguna se dedicó a
recoger las cosas que Vanessa dejaba siempre en cualquier lugar. Luego ordenó
los artículos de tocador que le daban un aspecto de desorden a la peinadora. «Tal
vez le pasó algo», comentó de repente Elisa.
―¡Ju! ―bufó Vanessa.
Luego miró a su tía por un momento, después torció la boca en señal de
incredulidad.
―Nunca juzgues por
anticipado ―volvió a terciar Elisa en favor de André.
Al otro lado de la
ciudad, André se sentía muy débil y soñoliento. Como temía dormirse de un
momento a otro, le pidió a su hermana que le hiciera el favor de llamar a
Vanessa. «¿Es tu novia?», preguntó Laura. André asintió con la cabeza.
El celular de Vanessa
empezó a sonar. Las dos se quedaron viendo el móvil mientras sonaba un reggaetón de moda. Vanessa deseaba de
corazón que fuera André para aguijonearlo con todo el veneno de su frustración;
aunque la eventualidad de que fuera él, le disipó casi de inmediato la inquina
acumulada durante toda la tarde, entonces comprendió que con solo escuchar su
voz sería suficiente para que la felicidad retornara a su corazón. Sin embargo,
una fuerte dosis de orgullo la hacía titubear aun cuando su corazón la
apremiaba a que respondiera de una vez; pero era bueno que él sufriera con la
espera, así también se desquitaba por lo menos un poco por el horrible suplicio
que vivió durante toda la tarde.
―¿No piensas
contestar? ―le preguntó Elisa.
Vanessa agarró el
teléfono y sin mirarlo siquiera se lo pasó a su tía. «Dile que ya hace rato que
me dormí», dijo con la voz quebrada y los ojos nadando en lágrimas; luego se
acostó con la almohada sobre la cara.
―Es de parte de una
chica que pregunta por ti y que dice ser la hermana de un tal Giorgio ―le
comunicó Elisa.
―¡Sí, diga! ―respondió
Vanessa intrigada.
La noticia no podía
ser más aciaga para Vanessa. De inmediato prorrumpió en un llanto desesperado.
Elisa quiso calmarla, pero ella estaba inconsolable. Entre sollozos le contó
que André había estado al borde de la muerte debido a ese pinchazo que se hizo
en el dedo cuando le llevó las rosas.
―¡Tía, quiero verlo, ayúdame, porfa; llévame
adonde está, necesito verlo, quiero estar con él, tía!; vamos, ¿sí? ―rogaba
Vanessa bañada en llanto.
El llanto compungido
y los ruegos de Vanessa conmovieron de inmediato a Elisa. ¡Qué no hubiera dado
ella por salir corriendo con su sobrina para llevarla a donde estaba su novio!;
sin embargo, no podía complacerla de buenas a primeras, primero tenía que
decírselo a sus padres y esperar por su consentimiento; pero ella conocía muy
bien a su hermana.
―No creo que tu madre
te deje ir ―la previno Elisa.
―Pero
es que yo necesito verlo para saber cómo está ―se justificó Vanessa sin dejar
de llorar a moco suelto; luego suplicó de nuevo—: ¡Por favor, tía, haz lo que sea!
―Voy a hablar primero
con tu papá para ver qué dice ―prometió Elisa.
Juan Carlos no era un
hombre que tomara decisiones familiares sin el conocimiento o consentimiento de
su esposa; hacer lo contrario era exponerse a las explosiones de ira de su
mujer. «Vamos a ver qué dice Carmen», dijo después de escurrirse lo que le
quedaba de whisky. Elisa le reprochó
su falta de pantalones. «Eso es tiempo perdido», dijo con resignación. Para
Carmen Aida no había pasado inadvertida la conversación entre su esposo y
Elisa. «¿Cuál es el cuchicheo?», preguntó mientras le renovaba el trago a Juan
Carlos. Elisa le explicó también a su hermana lo que le había pasado al chico;
finalmente les pidió permiso para llevar a su sobrina para que viera a su
compañerito del colegio, por razones obvias no dijo que eran novios.
—Va a ser solo
cuestión de unos minutos —concluyó. Carmen Aida miró a Elisa con evidente
incredulidad; su perspicacia le hizo suponer que detrás de ese interés se
ocultaba algo y ella lo iba a averiguar de inmediato.
—Voy a hablar con
Vanessa —dijo. Enseguida le entregó la copa a su esposo y se encaminó para la
habitación de su hija.
Vanessa estaba hecha
un mar de lágrimas. Su madre nada más al verla en ese estado de postración de
una vez se llenó de furia.
―¡Cuándo carrizo te
he visto derramar una sola lágrima por mí o por tu padre, o por alguien de tu
familia! ―le reprochó―. Recuerdo que cuando estuve hospitalizada ni siquiera
fuiste a visitarme ―continuó―, y ni te asomabas a mi habitación para ver si
necesitaba algo, o al menos para saber cómo había amanecido, mucho menos que me
brindaras la más mínima atención; en cambio ahora, ¡mírate!, llorando como una
viuda, siendo que ese muchacho no es más que un desconocido; a no ser que sea
algo más que un amiguito o un compañerito de colegio, tal como dice tu tía;
pero ni te creas que a mí me vas a engañar, muchachita, porque cuando tú vas, yo
vengo.
―Mami, yo nada más
quiero verlo, déjame ir, ¡por favor! ―suplicó Vanessa entre sollozos.
―Y para qué si ya te
llamó la hermana; tú no eres médico ni nada que se le parezca, así que no
tienes nada que ir a hacer allá ―dijo su madre inflexible.
―¡Por favor, mami, te
lo suplico! ―imploró Vanessa.
―Ya te dije que no
tienes nada que ir a hacer allá ―repitió su madre tajante.
―¡Es que no me
entiendes, necesito ir a verlo porque lo amo! ―gritó Vanessa desesperada al
momento en que se ponía de rodillas frente a su madre para implorarle que la
dejara ir. La respuesta que obtuvo fue una sonora bofetada que la sentó en el
piso.
Elisa encontró a
Vanessa tirada en el piso llorando enternecida. Tuvo dificultad para subirla a
la cama, porque así abatida de amor como estaba era demasiado pesada para sus
fuerzas. Le brindó todo el amor de madre, de amiga y de tía que ella necesitaba
en ese momento.
Como último recurso
para que parara de llorar, se le ocurrió llamar al mismo número desde el cual
recibió la llamada Vanessa. Contestó la madre de André, le informó que su hijo
ya estaba estable y que dormía; pero fue inflexible en ponerlo al teléfono.
Unos minutos después
llamó la hermana de André, pidió hablar con Vanessa; era para informarle que
Giorgio André lo primero que hizo al despertar fue preguntar por ella. También
le dijo que de momento estaban restringidas las visitas; pero que no se
preocupara porque su hermano ya estaba fuera de peligro; asimismo le dijo que si
quería podía ir el lunes temprano, que como ella se iba a quedar esa noche en
la clínica, cuando llegara de una vez se encargaría de pasarla para que lo
viera.
Saber que André se
recuperaba satisfactoriamente y, sobre todo, que había preguntado por ella, le
produjo de inmediato una gran tranquilidad a Vanessa. Igualmente, la esperanza
de que al día siguiente iría a verlo por la mañana, así como la promesa de
Elisa de que se encargaría de llevarla antes de ir para el colegio, fueron
motivos suficientes para que dejara de llorar y consiguiera conciliar el sueño
al poco tiempo.
Vanessa soñó que
caminaban tomados de las manos por un campo de flores amarillas. De pronto
André desapareció de su vista y ella se quedó sola en la planicie inmensa. Ella
giró varias veces en redondo; pero André no aparecía por ninguna parte. El sol
se ocultó de improviso y las flores se marchitaron aceleradamente quedando nada
más que tierra arrasada en todas direcciones. Entonces, ante sus ojos, comenzó
a salir una cripta de las profundidades de la tierra. Ella se acercó para ver
qué había ahí, mayor no pudo ser su sorpresa al ver que se trataba de la tumba
de André. Él se veía idéntico, tal como lo conoció en vida, a excepción de la
piel que tenía una tonalidad amarillenta. Vanessa se llevó las manos a la boca
para no gritar de consternación; ¡cómo era posible, Dios, así que él había
muerto! André abrió los ojos y le sonrió con una profunda melancolía desde el
tétrico mundo de la muerte.
Vanessa despertó
sudando a chorros. Miró la hora en el celular: las doce en punto. No tenía
sueño aun cuando nada más había dormido un par de horas. Recordó el sueño como
una fea experiencia. Para entretenerse mientras le daba sueño, se dispuso a
abrir todos los regalos; primero los ordenó en la cama, los categorizó de
acuerdo a la importancia sentimental. Los contó señalándolos con el dedo: veinte
en total. No le había ido nada mal en su día. El de sus padres ya lo había
abierto, se trataba de un mini procesador color rosa. Recordó que debía poner a
cagar la batería durante doce horas, lo dejó para después.
El obsequio de su tía
Elisa lo conocía de antemano porque se lo compró a pedido suyo, se trataba de
un estuche grande de maquillaje. Si su madre se enteraba podría decirle
simplemente que estaba entre los regalos de su cumpleaños; de todas formas ella
pensaba tenerlo oculto en una de las gavetas, aunque, como ella estaba
dispuesta a usarlo, se le iba a dificultar ocultárselo.
Una bolsa de papel de
color beis y de aspecto antiguo tenía dentro un paquete rectangular. No
recordaba quién se lo dio. Rompió el envoltorio para averiguar qué contenía.
Había una piyama alba de seda de tres piezas. Ella siempre había usado monos de
algodón para dormir. Tendió el juego de pijama sobre la cama para observarlo
mejor. Entonces no pudo evitar la tentación de probárselo. Se desvistió de
prisa; de pronto tuvo la sensación de que se preparaba para su primera noche de
desposada. Las dos primeras piezas tenían un corte muy sexy, quien la compró
supo acertar la talla perfecta para ella; finalmente se colocó la bata más
larga y se la ajustó en la cintura; la bata era parecida a las levantadoras que
usaba su madre los fines de semana. Cruzó los brazos y palpó la suavidad de la
tela; en realidad era sumamente suave. La misma delicadeza de la seda le
produjo escalofríos por todo el cuerpo; también sintió que se le erizaban los
vellos. Se tuvo que pasar las manos por las piernas y por los brazos para
aplacarse los vellos que tenía de punta.
Algunos años después,
ese pijama de seda sería un ingrediente más en sus voluptuosos actos de
seducción, y en otras circunstancias especiales. Definitivo, se volvió adicta a
la seda natural, la primera vez la marcó para siempre.
Vanessa dio unos
giros en la punta del pie, tal como había aprendido a hacerlo en las clases de
ballet. Cuando hizo un paso clásico de El cascanueces quedó frente al espejo de
la consola; estaba parada en un solo pie con los brazos estirados y la otra
pierna a la altura de la cadera. Se observó por un instante en el espejo antes
de hacer el siguiente giro. Extrañamente en la siguiente vuelta ya no era ella
la bailarina del espejo; se trataba de una joven como de su misma edad, el paso
de baile era el mismo que ella ejecutaba; sin embargo, la ropa que usaba la
otra chica era propia de quién sabe qué siglo de antaño. Vanessa dejó la pose
de baile para cerciorarse si el espejo no la estaba engañando; pero la joven
del espejo hizo otras dos piruetas de ballet bien ejecutadas.
Instintivamente
Vanessa giró para asegurarse si no había alguien más a sus espaldas y esa fuera
la imagen que se reflejaba en el espejo. Estaba sola. Entonces, ¿quién era la
chica del espejo? Al mirar de nuevo era ella otra vez. La insólita aparición no
le produjo miedo, no obstante la dejó muy intrigada.
Al volver a la cama ya
había perdido todo su interés por los obsequios. Buscó la bolsa más grande y
guardó todo lo que cupo, lo demás lo puso sobre una de las mesas de noche. Una
vez que la cama quedó vacía se dejó caer de espaldas. No dejaba de pensar en lo
que le había sucedido, mejor dicho, en lo que había visto; porque no le cabía
duda de que en el espejo hubo una persona que bailaba una inaudible pieza
clásica de ballet.
No obstante la
certeza que sentía Vanessa, tampoco podía prescindir de la racionalidad. ¿Acaso
se trataba de un truco montado por alguien?, ¿había una cámara oculta en algún
lugar?, reflexionaba. Así que lo mejor era cerciorarse.
Como las únicas luces
que ella tenía encendidas eran las de las lámparas de noche, se levantó y
encendió el fluorescente, ahora con la habitación totalmente iluminada era más
fácil averiguar si existía alguna cámara oculta. Después de una rigurosa
observación se convenció de que no había nada, por lo que admitió que sus
sospechas eran infundadas. Sin embargo, eso le sirvió para convencerse sin la
menor duda de que la imagen del espejo sí fue real.
El enigma seguía
intrigando a Vanessa después de haberse acostado de nuevo. Otra de las cosas
que le extrañaba era que no había sentido miedo; al contrario, se había sentido
fascinada e identificada con la chica del espejo, fue como si hubiese estado en
compañía de una de sus mejores amigas de la academia de ballet; incluso empezó
a recordar a las chicas para establecer una comparación, sin embargo, la chica
del espejo era muy singular y no se parecía a ninguna de las que conocía en la
academia.
Inesperadamente su
pensamiento voló hacia el recuerdo de todo lo sucedido el día anterior. La
imagen de André entregándole las flores fue nítida. La remembranza fue tan
vívida que aspiró en el recuerdo el aroma de las rosas. Enseguida volvió la
cara hacia la peinadora donde permanecía el ramo de rosas rojas en un florero
de cristal cortado que ella había sacado a hurtadillas de la alacena de su
madre.
Ahora las rosas le
produjeron cierta aversión, ya que de alguna forma fueron las culpables del
infortunio de ese día. Por cuanto no tenía nada de sueño, decidió levantarse
otra vez. Antes sacó el celular que estaba debajo de la almohada y vio la hora
que marcaba el digital: 1:05 a.m. ¡Rayos!, ya hacía más de una hora que estaba
despierta y seguía sin nada de sueño.
La habitación de
Vanessa era una de las que tenía vista a la calle. De lo único que se quejaba
ella era que no tuviese baño interno. La casa tenía dos cuartos con baño
privado, uno lo ocupaban sus padres y el otro la abuela con la tía. Ahora que
tenía trece años, ella esperaba que su madre le permitiera, al menos, cambiarle
el color rosado a las paredes, ese color estuvo bien durante su niñez; pero ya
era una señorita y quería pintarlo a su gusto; también esperaba que por fin su
madre le permitiera poner los afiches de sus artistas preferidos en las paredes,
y no detrás de la puerta como hasta ahora.
El mobiliario de su
habitación lo conforman una cama individual, dos mesitas de noche, una consola
con un espejo de cuerpo entera y un módulo pegado en la pared que le sirve de
peinadora, escritorio y biblioteca. A un lado de la puerta de entrada tiene el
clóset. En la pared que da a la calle queda la ventana enmarcada en madera y
vidrios; el ventanal se divide en dos hojas que abren hacia adentro. A un lado
de la ventana y a la derecha de la cama está el televisor montado sobre una
base de hierro pegada en la pared. En cada una de las mesitas de noche hay una
lámpara eléctrica.
Todo el mobiliario
está pintado de rosado, la única excepción es la consola, que es de color ocre
calcinado. Ella se había empeñado en que le compraran la consola en la feria
hacía varios años atrás, lo hizo porque quería tener un espejo de cuerpo entero
en su aposento; su padre se la compró contraviniendo a su madre, quien se había
opuesto alegando que ese mueble contrastaba con la decoración de la habitación.
El vendedor les dijo
que ese era un mueble fabricado con una madera muy resistente; tan resistente
que había quedado indemne en una casa que fue devorada por las llamas, según le
confió la persona que se lo llevó para su restauración; pero que una vez que lo
lijaron comprobaron que la madera estaba intacta, además, que la coloración que
había tomado la madera era muy bonita, por lo que nada más le pusieron una laca
protectora. La otra cosa interesante fue que el espejo resistió el fuego sin
quebrarse.
La consola cuenta con
un mecanismo giratorio que le permite darle un giro completo al espejo; por la
parte de atrás la madera es tan reluciente que espejea y reflejaba las imágenes
con buena nitidez. El pie de la consola es una cruceta y cada punta termina en forma
de pata de león, esa es la única parte tallada del mueble; sobre dicho pie se
eleva una base oblonga de un metro setenta de alto y allí dentro de dicha base
está enmarcado el espejo con su mecanismo giratorio.
Al padre de Vanessa
le pareció interesante la historia del mueble; a ella le fascinó porque podía
verse de cuerpo entero; pero a su madre le pareció una exageración el precio.
Vanessa no sabe qué
hacer con la media noche que aún le queda por delante; la una de la madrugada
es un día acabado de nacer, por lo que todavía falta mucho para que amanezca y
así poder ir a ver a André. El sueño de la urbanización lo quiebra de pronto y
de forma abrupta el ruido de una moto a escape libre que pasa como un cometa
por la avenida principal. Unos minutos después, los vecinos que viven frente a
su casa llegan con el radio reproductor del carro a todo volumen; ella se asoma
a la venta para brujear, corre la cortina y mira a través del cristal; una vez
que el carro entra al garaje apagan el sonido y todo vuelve a quedar en
silencio; sin embargo, ella sigue mirando hacia la calle por unos minutos más.
Antes de volver a la
cama, Vanessa va a mirarse de nuevo en el espejo de la consola. Con ambas manos
se sube el cabello hacia arriba y se lo recoge en forma de cola de caballo,
luego se saca unos mechones a cada lado de la cara, hace giros cortos para
verse desde distintos ángulos, también suelta el cordón de la bata y deja al
descubierto las prendas interiores; la Vanessa del espejo parece mucho más
madura de lo que es en realidad, esa apariencia de prematura sensualidad se la
proporciona el pijama de seda. Por un instante recuerda la imagen de la chica
que vio en el espejo. En un arranque temerario de invocación desconocida apaga el
fluorescente y una lámpara, también le baja la intensidad a la luz a la otra
lámpara. El cuarto queda penumbroso. Entonces vuelve a bailar frente al espejo;
hace los mismos pases de ballet para comprobar si el misterio de la aparición
tuvo que ver con el baile. Pero por más que repite el baile no pasa nada.
Agotada por el
esfuerzo decide acostarse, sin embargo, como también está sedienta, antes se va
para la cocina a beber agua. A esas horas de la noche la casa está inmersa en
un silencio absoluto. Al pasar por la habitación contigua a la suya oye el
trueno de la tos seca de la abuela.
De regreso a su
habitación, Vanessa coloca las dos almohadas una sobre la otra y se acuesta en
el centro de la cama. Después estira la mano y apaga la única lámpara que
permanecía encendida. En la oscuridad su oído se agudiza y puede percibir un
clamoroso silencio. De pronto el espejo de la consola da un giro de carambola y
queda de revés. A Vanessa le corre un escalofrío por todo el cuerpo; no obstante,
también presiente que algo extraordinario está a punto de suceder.
Unos segundos después
siente que la cama es elevada del piso por una fuerza desconocida; el
escalofrío que esta vez recorre todo su cuerpo tiene un efecto glacial en sus
entrañas. Pero no fue la cama la que se elevó del piso, sino que es ella la que
está flotando sobre su cama; sin embargo, permanece estirada como si estuviese
sobre la cama en la misma posición en la que se había acostado. El espejo
vuelve a girar otra vez y ella se ve levitando sobre su cama; ahora su vestido
es idéntico al de la chica que hacía poco vio danzando en el espejo.
Vanessa cierra los
ojos y estira los brazos a los lados quedando en cruz; al mismo tiempo la
habitación se satura de olor a rosas. Seguidamente, la misma insólita fuerza
gravitacional que la mantiene elevada en el aire la deposita suavemente sobre
la cama. Ella se levanta de inmediato y corre hasta la peinadora y toma entre
sus manos el florero con las rosas rojas que le había llevado André; de
improviso las flores comienzan a destilar unas gotitas rojas como sangre, ella se
asusta mucho e instintivamente va a tirar el florero al piso; pero una voz
interior la detiene y le ordena que vaya a donde está André.
De inmediato Vanessa
se dirige a la ventana y la abre de par en par. Una neblina tenue ha descendido
sobre la ciudad. La corriente de aire fresco que ingresa por la ventana eleva
la cabellera de Vanessa; de nuevo, y sin que pueda hacer nada para evitarlo,
levita y queda en posición transversal a la altura de la ventana. Luego, un
impulso sobrenatural la desplaza hacia el exterior; al salir mira para abajo y comprueba
que está flotando sobre el jardín de su casa.
La insólita fuerza
prodigiosa la traslada en un parpadeo hasta la clínica donde André permanece
hospitalizado. Fue como un viaje por el túnel del tiempo; ella apenas cerró los
ojos cuando aún permanecía sobre el jardín de su casa y al abrirlos ya está de
pie en la acera frente a la clínica.
Vanessa le sonríe al
portero al pasar frente a la casilla de vigilancia. La enfermera de guardia que
está en la emergencia no se percata de su presencia cuando va rumbo al piso de
hospitalización donde está André.
En el vestíbulo hay
algunas personas viendo televisión; pero ella parece investida de un poder de
invisibilidad, porque ninguno de ellos parece percatarse de su presencia aun
cuando pasa caminando frente a sus propias narices y lleva puesto un atuendo
que no pasa inadvertido fácilmente para nadie, además de que también va
descalza.
Consigue a André
despierto y, al parecer, esperándola.
―¡Mi amor, ya llegaste!
―exclama André con el rostro iluminado por una amplia sonrisa. Vanessa le
corresponde con la más bella de sus sonrisas; pero se queda sorprendida por la
palidez de André; su rostro parece una imagen de cera natural, la blancura es
extrema. De creer en la existencia de fantasmas, André sería el candidato ideal
por la albura de su rostro.
―¡Te he extrañado
tanto! ―dice André y se incorpora apoyándose en los codos.
Es en ese momento que
él se fija bien en Vanessa y se queda estupefacto al verla vestida así; su
sorpresa no es tanto por la ropa que lleva puesta, sino porque una mujer había
entrado a su habitación hacía un rato vestida igual que ella, y había sido esa
extraña quien le dijo que Vanessa llegaría pronto.
―Yo también te he
extrañado mucho ―le dice Vanessa y cierra la puerta a sus espaldas.
―¿Y por qué vistes
así? ―le pregunta André.
―En realidad no lo
sé, pero es una historia muy rara ―responde ella.
Vanessa corre hasta
la cama de André. Al abrazarlo y besarlo siente la frialdad de su cuerpo; la
sensación que experimenta es la de estar abrazando a un muerto. «Te amo con
todo mi corazón», murmura André. Vanessa se aprieta contra el cuerpo de André.
«Yo también te amo», susurra ella mientras sigue cubriéndolo con su cuerpo.
Ella quería demostrarle todo su amor; pero también deseaba proporcionarle algo
de calor, porque supuso que el helamiento del cuerpo de él era por falta de
calor.
―Mi amor, ¿sabes qué?
―susurra André con voz debilitada.
―¿Qué? ―indaga Vanessa.
―Hice algo para ti ―le
confiesa él.
―¿Qué cosa? ―pregunta
ella.
―Tienes que verlo con
tus ojos. Está en la pared del fondo ―le indica.
Vanessa se incorpora
para ver qué hay en la pared. Con tinta de su propia sangre, André había
escrito todo lo que sentía por Vanessa. Había finalizado con dos corazones
atravesados por una flecha. Ahora ella sabía por qué estaba tan helado y
pálido; haber comprendido el motivo de la lividez de su novio le produjo una
sensación de vacío en las entrañas y se le formó un nudo en la garganta.
―¿Por qué hiciste
eso? ―dice Vanessa al borde del llanto.
―Porque te amo y te
amaré por siempre ―se justificó él. Después de un suspiro entrecortado le
ratificó su amor eterno—: ¡Te amaré por siempre!
Vanessa no pudo
contener más el llanto. Gruesas lágrimas bañaron su angelical rostro, no
comprendía por qué André había hecho tal cosa.
―Voy a buscar al
médico ―dijo Vanessa muerta de miedo, en verdad temía que pudiese pasar lo
peor.
―¡No, por favor! ―suplicó
André con voz entrecortada. De inmediato quiso tranquilizarla—: No temas, no me
va a pasar nada, estoy bien, ¡te lo juro!
―Pero es que perdiste
mucha sangre ―dijo Vanessa angustiada y sollozando.
―Mi amor, ¡abrázame,
por favor!, que tengo mucho frío ―le pidió él.
Vanessa se abrazó con fuerza al débil y gélido
cuerpo de André.
―Mi amor también
corre por tus venas ―le susurró él al oído.
Vanessa se separó un
poco de André al recordar que ella había bebido la sangre de él; pero no estaba
segura si era una afirmación literal o si se refería al amor que se profesaban
mutuamente.
André aprovecha la
separación para dibujarle un corazón superpuesto en el lugar del corazón de
ella; al instante el vestido absorbe como un papel secante la sangre de la
pluma fuente de su dedo; luego, André le pinta los labios con el carmín de sus
venas.
―¡Te amaré por
siempre! ―volvió a decir él, pero su voz sonó apagada.
Vanessa le respondió
con un tierno beso en los álgidos labios; al separarse, él le brindó su más
dulce y angelical sonrisa. Sonrisa que quedaría gravada eternamente en el
oscuro lienzo de la muerte. En ese cálido beso, Vanessa se había bebido el
último aliento de André. Ella se quedó extasiada viendo por un instante su
apolínea belleza varonil sin percatarse de que él la miraba sin la luz de la
vida.
Vanessa sintió que se
moría de dolor cuando comprendió que André la había dejado para siempre. Una
opresión intensa en el pecho le impedía respirar; se llevó las manos a la boca
y ahogó un sollozo que le salió de lo más profundo de su alma: «¡Dios, no, no,
no puede ser! ¿Por qué? ¡Dios! ¿Por qué se tenía que morir?» De pronto sintió
que le flaqueaban las piernas, pensó que se iba a desmayar; pero no, era que levitaba
de nuevo. Por otro lado, algo absurdo le ocurría a su voz, porque ella quería
llorar a todo pulmón y, sin embargo, parecía como si estuviese álala, ya que solamente
podía emitir un murmullo apagado.
En el momento en que
su dolor era más intenso y cuando más necesitaba permanecer al lado de su
amado, de improviso escuchó la desconocida voz ordenándole que debía volver a
su casa. Ella quiso permanecer aferrada a la cama donde André había muerto;
pero la fuerza invisible era muy poderosa y sin que pudiese evitarlo fue
arrancada de la cama y obligada a salir.
*****
Aunque en este
momento Vanessa creyese que era víctima de la más absurda injusticia que
persona alguna haya vivido jamás; sin embargo, eran necesarios tales sucesos
para que una raza nunca extinta volviese a surgir una vez cumplida la primera
parte de la regla sine qua non del
canon del Primogénito de los No Nacidos, que era haber bebido del Vaso del
Despertar en nombre de la inocencia del inmaculado amor.